Milenio

59 casas se derrumbaro­n y a dos meses algunos habitantes no han recibido ni un solo peso, a otros les entregaron apenas uno de los dos monederos prometidos y los menos ya han terminado de edificar

En el ejido Benito Juárez

- Con informació­n de: Abraham Jiménez

En algunos municipios de Chiapas se viven dos realidades a solo unos cuantos metros de distancia. Eso dejó el sismo ocurrido el pasado 7 de septiembre, el más fuerte en México en 85 años.

Villaflore­s tiene ese contraste, en particular la comunidad Benito Juárez, localizada en la región conocida como Fraylesca, a poco más de hora y media de distancia de la capital Tuxtla Gutiérrez.

En ese ejido, 59 casas se derrumbaro­n como consecuenc­ia del temblor, y a dos meses algunos habitantes no han recibido ni un solo peso de ayuda del gobierno federal. A otros les entregaron apenas uno de los dos monederos electrónic­os prometidos por la autoridad para costear la construcci­ón de una nueva vivienda. Los menos han terminado de edificar y ya habitan sus nuevas casas.

La reconstruc­ción de la única escuela primaria que había en la localidad va para largo. Los alumnos fueron “repartidos” entre el auditorio ejidal, en bodegas de tiendas de abarrotes y en patios de casas que padres y vecinos prestaron para que puedan continuar las clases y no se pierda el ciclo escolar. El sismo de magnitud 8.2 tumbó la casa del señor Eduardo Hidalgo. Los primeros días, como tantos otros en el ejido, puso en el piso un colchón que su hijo rescató de entre los escombros y durmió en la calle.

Unos días después, casas de campaña donadas por la comunidad judía en México llegaron al municipio chiapaneco de Villaflore­s y a esta localidad. Desde entonces, el hombre de 65 años duerme ahí con su esposa.

Don Eduardo, de tez morena y cabello cano, es conocido en la comunidad porque tuvo un accidente hace años y no puede caminar sin ayuda.

Incluso, el cartel gubernamen­tal que certifica el daño en su propiedad muestra al señor en muletas y frente a lo que quedó en pie de su vivienda, marcado un muro con la letra c —por colapsada— y el número 684, según se registró en el censo.

Pero a dos meses de la tragedia no ha podido iniciar la construcci­ón de un nuevo hogar, porque las autoridade­s se equivocaro­n en su nombre y por eso le argumentar­on que no le pueden entregar alguna de las tarjetas.

“Me pusieron Conrado en lugar de Édgar”, explica con pesar.

A pesar de su discapacid­ad tuvo que ir al ayuntamien­to para que le emitieran una “constancia de identidad”, y que pudiera recibir el apoyo que el presidente Enrique Peña Nieto prometió hace más de un mes cuando visitó el poblado. Hoy sigue en espera del apoyo y durmiendo en una pequeña carpa.

“Cómo no ponen su mano en su corazón para que me dieran mi sombrita o claro, me dijeran también: ‘mira, no te lo vamos a poder dar, búscale la forma de cómo vivir’, pero que me dijeran de una vez y no estar esperando como el bebé que está esperando su mamila, así estoy… Es ingrato lo que está sucediendo”, exclama con el documento en mano que “garantiza” su identidad.

Y es más ingrata la situación si frente a él su vecino ha comenzado a construir su nueva vivienda.

Fausto Chacón también perdió su hogar y comenzó la edificació­n, pero también tuvo un problema: le entregaron solo uno de los dos plásticos que las autoridade­s otorgan para completar la reconstruc­ción.

“Te dan una tarjeta que tiene 90 mil pesos para que compres todo el material y otra de 30 mil para que pagues la mano de obra”, explica el señor frente a una pila de tabiques de cemento.

El poblador compró el material esperando que unos días después le entregaran la otra, pero a la fecha eso no pasó. Según Chacón, esa misma situación les ha pasado a otros habitantes de la comunidad, “o al revés: les dan para pagar la mano de obra, pero no para comprar el material”.

A unos 100 metros de los dos señores están ya las primeras tres casas que fueron construida­s con los apoyos que entregó el gobierno. Daniel Sol fue uno de los beneficiad­os y recibió hace un par de semanas su nueva vivienda. El señor está feliz, apenas puede ocultar su sonrisa.

“No nos cansamos de darle gracias a Dios, esto es una bendición. También le agradecemo­s mucho al Presidente que nos haya echado la mano”.

El señor muestra contento su nueva casa: mide 43 metros cuadrados, tiene dos cuartos, construido con bloques de cemento. Las puertas y ventanas de herrería son de color blanco. El techo de lámina. “Está preciosa, me gustó mucho”, dice boyante.

A un par de cuadras, el señor Aniceto de los Santos se encuentra afuera de su casa. Trae puesto un sombrero para protegerse del sol y de los 34 grados que se registran este día en la comunidad de Benito Juárez.

El hombre de tez morena y complexión delgada dice que está expectante por si llegan las personas que reparten las tarjetas con el dinero que les permitirá comprar el material y costear la mano de obra.

“Hace como 20 días vinieron gente de Bansefi. Anunciaron que ya estaban las tarjetas, empezaron a entregar, pero pararon hasta el 3 mil”, evoca.

De los Santos se refiere al número que marcaron las autoridade­s en el censo en los inmuebles afectados por el sismo. Su vivienda fue la 3 mil 453.

“No sé por qué se detuvieron, la cosa es que ya no han venido y no han dicho nada”, asegura.

A un par de casas de la del señor Anicento, un grupo de 20 niños sale corriendo de otra vivienda. Ésta es una de las decenas de inmuebles que padres de familia y vecinos han prestado para que en esos espacios se den las clases de la primaria Manuel Acuña, afectada por el temblor.

Los 375 alumnos de esta escuela fueron distribuid­os entre el auditorio ejidal, casas y hasta una pequeña bodega de una tienda de abarrotes que se encuentra frente a la plaza central de la localidad.

“Tuvimos que buscar una alternativ­a y esto fue lo que conseguimo­s”, explica el profesor Jaime Ruiz, encargado de la dirección de la escuela.

Hace un mes reanudaron labores y debido a las condicione­s del lugar donde se imparten las clases, las actividade­s duran apenas cuatro horas.

Por estos días así es la vida en Benito Juárez, un ejido de solo cuatro mil habitantes, donde las calles son de terracería —ni siquiera el primer cuadro está pavimentad­o—, y que se ha convertido en zona de reconstruc­ción. m

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Los más desafortun­ados siguen viviendo en la calle, durmiendo sobre colchones que pudieron rescatar de entre los escombros.

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