El drama de las nominaciones
La liturgia de hoy supone al menos, si no una explicación, sí una coartada intelectual razonablemente creíble
En concordancia con la observación, que no la crítica, de Robert Michels, por definición todos los partidos políticos son oligarquías. El factor de diferencia no es lo que hagan o dejen de hacer como gobernantes u opositores, ni si son una bola de ancianos o una parvada de jóvenes imberbes; esos factores son pie de página de las historias nacionales y partidarias. La clave de diferenciación es el método, la forma y el tiempo de nominación de candidaturas. Esa es la fórmula de estabilidad interna de las organizaciones políticas que las distinguen de grupúsculos oportunistas o de plano golpistas. El ser oligárquico no es defecto sino necesidad inherente al funcionamiento regular y periódico de un partido cuyas reglas aplicadas con regularidad y periodicidad dan pie al surgimiento y existencia de esa franja humana que tanto molesta a la corrección política como son los segmentos duros de votantes.
Esa certeza en sus componentes de método, forma y tiempo se vuelve irrelevante ante el fenómeno de liderazgo carismático, negación misma de la noción de partido. Por eso la candidatura de López Obrador es legítima porque se trata de él, de su partido y de sus candidatos. En ausencia del caudillo se requieren organización y reglas, lo que no tiene Morena, como fiel reflejo de la estructura personal de su líder.
Sin embargo, por otro lado, el Frente Ciudadano por México enfrenta problemas de legitimidad y por tanto de rentabilidad electoral casi insolubles. La propuesta de ciudadanizar todas las candidaturas del frente sería tan paradójica como pedirle al PAN que firme su propia acta de defunción. No hay manera y es contra toda lógica. Si bien en las percepciones el liderazgo de Ricardo Anaya ha disminuido, hacer una contienda interna entre Anaya, Mancera y alguien más como Romero Hicks llevaría a nominar en febrero y regalarles dos meses de promoción a Morena y al PRI. Cada día que pasa el dilema se reduce a una imposición de los tres notables que integran el frente o su disolución. En ambos casos un costo electoral irreversible que los situaría, de inicio, en un tercer lugar y hacia abajo en la contienda de 2018. En el PRI la liturgia tiene un consenso básico, demostrada su incapacidad en el pasado para la negociación política interna y de ahí la posibilidad de establecer reglas ciertas mayoritariamente aceptadas dentro de sus factores de poder.
La liturgia de hoy supone al menos, si no una explicación, sí una coartada intelectual razonablemente creíble, así sea desde el terreno de la creencia, que no de la convicción lógica, sobre los atributos del elegido y sus probabilidades de competitividad real. Es válido, si se parte del supuesto de que, al tratarse de un consenso de más de dos, el imaginario pesa más que el argumento.
Bien decía el Presidente, palabras más, palabras menos, que en campaña todo mundo acaba por conocer al candidato. Pero en este caso, la cuestión no es conocerlo, sino conocer qué del candidato y su confiabilidad como propio en el imaginario del votante. Liturgias más, liturgias menos, el tema va más allá de una cargada comentócrata. M