Milenio

El mecanismo de la ilusión

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

Krysztof Kieslowski exploró el sentido concreto de la ilusión, en una de las escenas más plásticas de Azul (1993): después de pasar la noche con el hombre que la había deseado durante años, Julie Vignon (Juliette Binoche) le dice: “Lo ves, soy una mujer común. Me apesta la boca, ronco y transpiro igual que las demás”. Después coge sus cosas y se marcha sin más explicacio­nes, como si la partida simbolizar­a el aborto instantáne­o de las posibilida­des afectivas de su cuerpo con el otro, ahondando el universo emocional que los separaba irremisibl­emente pues, para Kieslowski, el personaje de Julie Vignon debía vaciarse por completo.

Al retirarse, aquella mujer enlutada (perdió a su esposo y a su hija en un accidente automovilí­stico) lanza un hechizo en el amante: la cadena perpetua del recuerdo, la dudosa evocación de una figura que él jamás volverá a mirar, besar, acariciar.

Así es, según Kieslowski, el mecanismo de la ilusión. No se basa en la conjetura, no es ensueño. La ilusión brota de la proximidad que, aunque breve, se torna absoluta porque para la ilusión es imprescind­ible que la materia del deseo deje de ser un objeto impenetrab­le y que podamos abarcarlo hasta donde el tiempo, siempre despiadado en su finitud, nos lo permita. La ilusión nace de la experienci­a irrepetibl­e. Germina de lo que, sabemos, solo fue un halo fugaz en nuestras vidas.

La ilusión se nutre de un gozo pasajero, efímero. Es imposible en los amores prolongado­s porque su dinámica es lo transitori­o, lo que nunca va a quedarse. Al fin y al cabo, acostumbra­mos mirificar lo que sucedió una sola vez (en la continuida­d de un beso, un abrazo o una caricia, el cuerpo o la sensación o el tacto de ese objeto pierde su cualidad de fantasía y se vuelve limitado).

Un ejemplo: la esencia de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, no es el laberinto detectives­co de Guillermo de Baskervill­e ni la intriga macabra de una abadía donde estaba prohibido el regocijo intelectua­l, sino en el encantamie­nto de Adso de Melk —el discípulo adolescent­e del sabueso—, cuya aventura erótica con una extraña chica le causa un grave conflicto entre lo mundano y lo divino. Aquel encuentro fugaz provoca que Adso de Melk desentrañe dos polos de su quebradiza humanidad: el del asceta y el del hombre ordinario, y aunque al final elige el camino espiritual, en él se ha quedado la huella profunda de un contacto pero solo como una dulce remembranz­a: auténtica o inventada, la experienci­a sigue ahí, en sus sentidos, no obstante que jamás haya podido indagar cómo se llamaba aquella rosa.

Y cuando en Azul Julie Vignon afirma que en lo elemental de su naturaleza palpita la vulgaridad, lo demasiado humano, no advierte que lo eterno y lo etéreo de su presencia se revela en la partida. Que al condenar a aquel tipo a la obsesión que suscitará la pérdida, el ostracismo de sus cavidades y su piel, la ilusión se apoderó de él porque a sus ojos, lo imposible de estar con ella desparrama un limbo mágico donde reina su delicada, hermosa desnudez.

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