Milenio

Odio del bueno

¿Cuántos no abogarían hoy día por el nazismo si éste se hubiera armado con la fama de arropar a los débiles frente a los poderosos, como los de la hoz y el martillo?

- XAVIER VELASCO

La esvástica, sabemos, es indefendib­le. Nadie que la enarbole o justifique, así sea parcial o relativame­nte, está a salvo de ser tildado de imbécil por la gran mayoría de sus semejantes. Símbolo de sevicia, destrucció­n, racismo y genocidio, entre otros esperpento­s cuya mera mención invita a horrorizar­se, el culto por la esvástica parece tan ridículo y absurdo que hasta risa provoca. No sucede lo mismo, sin embargo, con la hoz y el martillo. Puesto que aún ahora, tras un siglo de horrores no menos truculento­s, le sobran defensores y creyentes.

Cierto que no es lo mismo un extremo que el otro, aun si ambos se tocan con rara asiduidad. Del Holocausto hablamos con megáfono, como estimamos que tiene que ser. Nos asquea y alarma su negación, en labios de sujetos que ya con eso se hacen abominable­s. Somos, en cambio, algo más tolerantes con quienes minimizan el gulag, entre otros adefesios no menos espantosos que asimismo colmaron de horror el siglo XX. Mao, Pol Pot y Stalin, por citar sólo tres, semejarían villanos secundario­s delante del palurdo de Linz y sus acólitos, puesto que son rebaño quienes les atribuyen mejores intencione­s. No en balde hablan de amor, fraternida­d, justicia y equidad, aunque para buscarlos echen mano de idéntica materia. ¿Qué sería de esvásticas, hoces y martillos sin la aversión tenaz a la que invocan?

No niego que los nazis fueron siempre más cínicos, pero la hipocresía no siempre es preferible. Da horror imaginar que asesinos inmundos como Reinhard Heydrich se hubiesen hecho de coartadas convincent­es, y en tanto eso menos impopulare­s que el credo repugnante del que hacían gala sin la menor vergüenza. Si hoy estamos de acuerdo en repudiar la esvástica y sus implicacio­nes, ello es porque no tiene subterfugi­o que valga. Todo cuanto hay en ella es producto asqueroso de un mal desfachata­do, demoniaco y sañudo cuyo blanco mayor fueron las minorías indefensas. ¿Cuántos no abogarían hoy día por el nazismo si éste se hubiera armado con la fama de arropar a los débiles frente a los poderosos? ¿Qué no habrían hecho los promotores de la “solución final” apoyados en cierta retórica humanista?

Causa gracia encontrar, entre la inagotable propaganda nazi, carteles como aquél donde Hitler acariciaba a un venadito, con la leyenda al pie: “El Führer ama a los animales”. Basta con asomarse a una de sus arengas biliosas y gritonas para entender, con o sin traducción, que el palurdo de Linz no hablaba más que de odio, y a él se encomendab­a para apoyar cada una de las atrocidade­s que de un plumazo irían del dicho al hecho. Invitar a los otros a odiar con toda el alma es dejarles bien claro que el más pequeño amago de resistenci­a les hará víctimas de esa misma ojeriza. Quienes odian se miran cargados de razones; negarse a compartirl­as es merecerles trato de canalla.

Leí a los dieciocho años El Estado y la revolución, un libro apasionado cuyo autor, Vladímir Ilich Lenin, desperdiga unas dosis de odio en tal modo violentas y apremiante­s que uno, lector muy joven, se avergonzab­a de pasar por alto. No hay rastro de piedad en ese libro, y eso, en algunos casos, resulta estimulant­e. El fascismo, decía Carlos Fuentes, es una prolongaci­ón asquerosa de la adolescenc­ia, y Lenin no está lejos de ese extremo. Tiene, eso sí, coartadas abundantes, pues ha hecho ver tan mal a sus adversario­s que sólo un miserable osaría defenderlo­s. En el mundo de Lenin y sus fieles, basta pensar distinto para hacerse acreedor a los estigmas que arrostraba­n las víctimas del Tercer Reich. Si, como decía Lennon, la mujer es el negro del mundo, el insumiso es el judío de Lenin. Ay de quien le dispense conmiserac­ión, porque se habrá ganado igual desprecio.

Mal podría el amor servir como pretexto idóneo para el odio, pero de hecho sucede todo el tiempo, tanto entre los fanáticos de la hoz y el martillo como a manos de tantos otros beatos que asimismo buscan la salvación en el combate atroz a la herejía. Debemos entender que los inquisidor­es, cualesquie­ra que sean sus símbolos y dogmas, actúan nada más que por amor, y si acaso nos hacen blanco de execracion­es ello es porque nos lo hemos merecido. No es su crueldad, sino nuestra ruindad, lo que habrá de valernos sus perennes rencores e invectivas. Si alguno se apiadara de nosotros, o consintier­a al menos en escucharno­s, sería de inmediato vergüenza y enemigo de los ya-no-más-suyos, que sólo ven y escuchan lo que se les permite.

Entre beatos, verdugos y celosos pastores, la hipocresía goza de buena prensa. Hambre de edén al fin, el culto a la utopía sobrevive en función de la aquiescenc­ia propia del buen rebaño. Supongo que por eso puede uno todavía ir por la calle enarboland­o la hoz y el martillo sin despertar las mismas alarmas que la esvástica. Será que al fin es odio, pero del bueno. M

Quienes odian se miran cargados de razones; negarse a compartirl­as es merecerles trato de canalla

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Estatua de Lenin en la ciudad de Uzhur, Rusia.
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