Gana la violencia y perdemos todos
Osea, que ¿ya no voy a poder exhibir una camiseta de mi equipo en otros estadios porque me lo va a prohibir la directiva del club rival? Naturalmente, lo hacen por mi propia protección porque si me llego a plantar, digamos, en las gradas del Estadio León (qué bueno, por cierto, que ya no lo llaman “Nou Camp”, digo, qué ridiculez de vergüenza ajena eso de andar de copiones de los barceloneses) con los colores del Necaxa a lo mejor los aficionados de allá, que son gente muy brava, me parten la cara o me rompen varias costillas nada más por haberme yo creído que el futbol es para disfrutarse jubilosamente y sanseacabó.
Pero, entonces, ¿la violencia de los bárbaros es tan absolutamente inevitable que la única manera de que no ocurran escalofriantes camorras en un partido de balompié es que los seguidores del equipo local nunca vislumbren siquiera el más discreto símbolo de los visitantes? Es más, ¿no deben ya los aficionados viajar a otras localidades porque corren peligro? ¿No van a ser tampoco admitidos por instrucciones de los propios dueños? ¿Por qué no cancelamos de una vez la diversidad y les ponemos a todos —es decir, a la totalidad de los clubes que juegan en la mentada Liga MX— el marbete “Monterrey”? Que Tigres ya no sea “Tigres”. No, que sea “Monterrey” y que entonces los salvajes ya no sepan a quien romperle la crisma. ¿El América y Chivas? “Monterrey” los dos y asunto resuelto, no vuelve a haber violencia en los estadios. Ah, y toditos con la camiseta rayada, por favor. Así nadie se molesta y nadie se irrita de tener al lado, o enfrente, a seres humanos ataviados con colores de otra cofradía.
El asunto es delirante, si lo piensas: llevamos a cabo el encuentro en los horarios de siempre pero, oigan, que los otros… ¡no vengan! O que, si vienen, que se disfracen, que lleven camuflaje para no ser vistos, para pasar totalmente desapercibidos y que entonces las fieras de casa no los muelan a patadas. ¿Dónde se ha visto algo parecido? Es como querer remediar las imperfecciones de la democracia representativa reduciendo la competencia electoral a un único partido político. Pero, lo peor es que una medida así implica una indigna renuncia ante los violentos. En vez de controlarlos, supervisarlos, multarlos y castigarlos legalmente, se les cede la plaza y se les otorga un maligno reconocimiento, a saber, el de que su brutalidad es tan irremediable como para que la esencia misma de la competitividad deportiva se pierda y como para que se sacrifique totalmente la diversidad en las gradas de los estadios. De tolerancia y civilidad ya ni hablamos, desde luego. ¡Uf!