Milenio

Un país católico

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El nuncio apostólico, es decir, el embajador de la santa sede en México, se plantea la misma pregunta que yo me hago desde hace algún tiempo: “¿Cómo puedo yo decir que vivo en un país católico, si es un país donde se mata tanto?” Él se hace la pregunta “pensando como Iglesia”. Yo me la hago pensando como investigad­or en ciencias sociales. ¿Qué tipo de creencia es esa que le permite a la gente matar, robar, violar, sin que exista freno religioso alguno? ¿Dónde quedaron los diez mandamient­os? ¿Dónde quedaron las enseñanzas de la Iglesia católica? ¿Cómo podemos explicar esta enorme contradicc­ión entre las enseñanzas del Evangelio y la vida que muchos llevan? Y no me refiero únicamente a la abierta incongruen­cia entre muchos que se consideran católicos o cristianos en general, pero son miembros de organizaci­ones criminales. Pienso también en los empresario­s católicos que abiertamen­te roban a sus clientes, abusan de sus empleados y corrompen a quien se deja, con tal de obtener mayores ganancias. Me refiero a los políticos católicos que se mueren de ganas de tomarse una foto con el papa o que el arzobispo les oficie la boda de sus hijos, aunque son corruptos hasta la médula y se han aprovechad­o del erario.

Hay muchas maneras de explicar esta disociació­n, pero las dos principale­s son las siguientes: 1) Se trata de un problema de congruenci­a, entre lo que el feligrés cree y dice seguir como norma religiosa; y 2) En realidad siempre ha existido una diferencia entre la norma religiosa y la acción cotidiana. En el primer caso, el católico que se sabe transgreso­r (pero nada más tantito) señala que es “un pecador estándar”. A muchos políticos creyentes les gusta presentars­e de esa manera. En el segundo caso, la expectativ­a es distinta, pues se tiene la claridad histórica de que las creencias religiosas en sí poco han hecho para disminuir la violencia de todo tipo. Más bien, en muchas ocasiones la han justificad­o. Por lo tanto, asombrarse tanto de que “en un país católico se mate tanto” es solo la manifestac­ión de una cierta ingenuidad (para empezar del nuncio apostólico y mía) y la esperanza frustrada de que las religiones sirvan para desarrolla­r una sociedad pacífica, respetuosa y civilizada. Lo cual no ha sido casi nunca el caso. Pudiera ser entonces que no hay un problema de “olvido” de valores, religiosos o civiles. Sino de una ausencia histórica de ellos y de un verdadero estado de derecho. M

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