CHAVORRUCOS EN LA SEMANA DE LAS JUVENTUDES
Son las 18:15 horas y la plancha del Zócalo presenta huecos. Cuando Caifanes aparece sobre el escenario que da la espalda a la Catedral Metropolitana, pero mira de lado a Palacio Nacional, hay cerca de 100 mil asistentes. Se trata del único grupo mexicano de rock capaz de atravesar varias generaciones sin dificultad: hay adultos que ayer fueron llevados de niños a un concierto parecido y hoy traen de la mano a sus hijos, “jóvenes” de 40 años aquejados por las responsabilidades que cantan como si fuera el último día de sus vidas y adolescentes que contaban con tres, cuatro años, cuando la banda había dado su primer adiós y el apelativo de chavorruco era inexistente.
“Viento” abre la tanda de clásicos y luego vendrán en caudal: “Los dioses ocultos”, “La célula que explota”, “De noche todos los gatos son pardos”, “Cuéntame tu vida”, “Aquí no es así”, etcétera, etcétera. No hay falla: con estas canciones algunos reaprendimos a cantar el rock en español y otros descubrieron cómo hacerlo; pero no deja de ser paradójico que la banda que con más profundidad está instalada en los corazones y la psique de los rockeros mexicanos, una vez arribada a la Plaza de la Constitución, sea incapaz de hacer un pronunciamiento directo al poder político que en muchas ocasiones ha denostado.
Sin embargo, cuando el quinteto acomete “Vamos a hacer un silencio” y a la mitad de la melodía desciende hasta detenerse y dar paso a la nada, los puños se levantan, el frío corre por la espalda, el suelo es atravesado por una invisible corriente eléctrica que recorre el lugar e imanta a la “raza”, quedando claro que uno de los momentos más significativos de la noche es ése. Si en ese instante Saúl Hernández hubiera llamado a la revuelta, a estas horas no quedaría piedra de Palacio Nacional.
No obstante, Caifanes nunca fue un colectivo que llamara a la revolución ni a la lucha frontal.
Cierto, hace muchos años que Hernández no canta y descaradamente se apoya en el público para sacar a flote sus composiciones; también lo es que la banda hace mucho dejó de ser una unidad, pero esta ocasión es especial, lo gozan y proyectan la emoción continuamente. En medio de esa emotividad aparecen detalles poco afortunados o francamente ridículos —las pelucas de Sabo, Diego y Saúl en “Mátenme porque me muero”; el excesivo dramatismo en algunos solos; el “Himno Nacional” al abrir el encore, ¿se sentían Jimi Hendrix?— que, no obstante, son recibidos con beneplácito.
Saúl aprovecha su carisma y lo mismo cita a Bertolt Brecht que los versos de un son; también sabe decir lo que la gente quiere, desea y espera escuchar de él: “Muchas gracias, raza, por estar aquí, que Dios te bendiga hoy y siempre. Simplemente, raza, Caifanes está a tus pies”.
Musicalmente el quinteto funciona porque hace lo mismo de hace años. Todo marcha a la perfección y si hay fallas son inadvertibles; además, el público, es evidente, se ha congregado para celebrar, festejar y hacer catarsis. No importa si hace años, muchos, que no entregan ninguna nueva canción, y menos si aún no puede llegar el tan prometido álbum luego de su reunión.
No, a Caifanes hay que leerlo de otra manera. Es una banda que está metida en la piel, cuyas canciones han sobrevivido, que no se pensaron para responder a un suceso específico y eso las ha vuelto atemporales.
Treinta años han pasado desde el surgimiento de la agrupación, 23 desde que El nervio del volcán vio la luz, pero la reunión de hoy va más allá de la nostalgia. Inexplicablemente, el grupo sigue vivo, aparentemente muy saludable; pero también está esa sensación, para unos, tal vez la minoría, de que uno de los principales representantes en la historia del rock de este país debiera retomar un liderazgo activo, asumir un papel que hace tiempo, sin pretenderlo totalmente, tuvieron. A eso se le llama responsabilidad histórica y uno no la elige.
Hoy, casi al final, Saúl Hernández habla de los comienzos, de cómo la banda inició hace tres décadas en un lugar en donde probablemente había 50 personas (o no, menos, como cien). Mientras lo dice, su mirada trata de abarcar a la multitud. Sí, entonces querían comerse el mundo, había un discurso y tenía sentido; hoy ese mismo discurso se ha vaciado un poco. Cuando rematan la noche con “La negra Tomasa”, queda la sensación de que la declaración más cabrona del día estuvo en esos 30 segundos de silencio con el puño en alto y que dejaron una huella profunda, difícil de olvidar. M