Milenio

Corruptos de confianza

La corrupción es como la gordura, al principio no la vemos venir, nada más se aparece, la negamos; o la minimizamo­s, o ya de plano le damos la espalda, es como si asumiéramo­s que llegado el momento se irá por donde vino, como una avispa detrás de su enjam

- XAVIER VELASCO

Es la moda hablar pestes de los políticos y ensalzar las virtudes ciudadanas. No sin candor gratuito y chabacano, se asume que en asuntos de gobierno el hijo de vecino es por naturaleza más honesto que el profesiona­l. Una creencia hija del pensamient­o mágico que atribuye a la ciencia del chanchullo cierta larga y tortuosa curva de aprendizaj­e. La rectitud, no obstante, es cosa frágil. Se le puede enchuecar en un par de minutos y hay que ver cuántos años tomará enderezarl­a, si llega a ser posible.

La corrupción es como la gordura. Al principio no la vemos venir. Nada más se aparece, la negamos. O la minimizamo­s, o ya de plano le damos la espalda. Es como si asumiéramo­s que llegado el momento se irá por donde vino, como una avispa detrás de su enjambre. Mas como esto no ocurre, y de hecho el problema tiende a propagarse, le sigue una epidemia de buenos y retóricos propósitos cuya finalidad no es poner un remedio, sino apenas dar fe de esa noble intención. Por más purgas o dietas que se intenten, nadie controla lo que no vigila. Sabe uno que ha empezado a combatir la bronca el día que se atreve a mirarla de frente. Siguiendo la metáfora del sobrepeso, antes que proponerse adelgazar, lo que toca es salir a comprar una báscula.

Abundan, entre quienes pelean por el poder, quienes se escandaliz­an por la corrupción y se juran capaces de erradicarl­a con el látigo de su probidad. ¿Pero quién entre tantos corrompido­s presuntos no llegó a donde está prometiend­o eso mismo? ¿Cuántos de los rabiosos impolutos no miran a otro lado cuando los imputados están en su pandilla (si es que no los defienden con furia autoinsufl­ada)? Ni modo, sin embargo, de culparles por ampararse de los que a fin de cuentas son sus adversario­s. Lo de verdad perverso y corruptor no está en que no sean unos mejores que los otros, sino en que ejerzan como juez y parte. ¿Quién, que tenga el poder y no sea un ángel, fumigará con idéntico celo las malas mañas de propios y ajenos? ¿Es su trabajo controlars­e a sí mismos, o existe alguna báscula de origen ciudadano por la que todos pasen a comprobar sus tan orondos dichos? ¿Estamos condenados a creerles?

No es un secreto que el poder corrompe, como tampoco lo es que los vacíos tienden a llenarse. La corrupción no es hija de la inmoralida­d, sino del descontrol, siempre tan auspicioso. Nada incomoda más a los tramposos que la supervisió­n y sus controles. Tener que rendir cuentas bajo el Sol les parece humillante y vejatorio, con lo fácil que se hacen las cosas en lo oscuro. Por eso serán ellos, según dicen, quienes libren la lucha contra la corrupción, y por ende reclaman el privilegio de juzgarnos a todos y absolverse a sí mismos. No conozco, a la fecha, a alguien que diga “sí” a la pregunta “¿es usted un corrupto?”.

Cree el tramposo que basta con tener buena fama, por eso la cultiva con esmero beatífico y la defiende con rabia infinita. Como les consta a curas y banqueros, ir por la vida con bandera de honesto supone el sacrificio de la transparen­cia. Y ahí entan tramos nosotros, los simples ciudadanos que ni en nuestros delirios más extremos nos vemos compitiend­o por llegar al poder, motivo más que bueno para exigir a sus usufructua­rios que suban a la báscula y nos permitan tomar ciertas notas. A algunos, por ejemplo, los vemos muy repuestos y nos da por pedir la opinión de los números. La ecuación es muy simple: ¿Quieren mi voto? Háblenme de las básculas. ¿Cómo vamos a hacer para que yo compruebe que ustedes son los honestos que dicen y desde luego siguen a mis órdenes? ¿Cuánto de ese poder por el que tanto brincan están dispuestos a compartir conmigo, para que la certeza haga valer la fe?

Si ahora mismo nos diera por castigar con gran severidad, de forma retroactiv­a, a los connaciona­les involucrad­os en asuntos ilícitos solamente en los últimos veinte años, quedarían tan pocos inocentes que no habría manera de someter a tantos condenados. Y si bien no es lo mismo soborno que desfalco, ya se ve la delgada autoridad moral que tendría cualquiera, con buena o mala fama, para dictaminar en la materia. Nuestra sentencia, al fin, consiste en vigilarnos los unos a los otros. Si ellos tienen las calles atestadas de cámaras por el bien de nuestra seguridad, tocaría a los simples ciudadanos monitorear de cerca los tejes y manejes de quienes se pelean por servirnos y para ello se tachan entre sí de corruptos. Una actitud de por sí sospechosa que bien vale una báscula ciudadana. ¿O es que aún esperamos que sea el zorro quien cuide de la paz del gallinero? M

¿Cómo vamos a hacer para que yo compruebe que ustedes son los honestos que dicen y desde luego siguen a mis órdenes?

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Manuel Bartlett, senador de Morena.
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