Milenio

Que vendía cualquier cosa, que era menudista; si les hubiera dado dinero... Pero la verdad: no pensaba que fuera tan drástico el castigo por tener un guatito de mariguana para mi consumo”

“Si les hubiera dicho

- * Escritor. Cronista de

¡Espérate ahí, cabrón! —espetó uno de los dos hombres que subían por la escalera del pequeño edificio de tres plantas.

“Ya me cayó el chahuixtle”, dijo Leyo para sus adentros.

Jadeantes, los agentes llegaron hasta el descanso. Eran dos. Típica facha de agentes judiciales. “Perjudicia­les”, según el sentir expresado en el habla popular.

Los perjudicia­les en la casa de Leyo. Y hacía media hora apenas que él se condolió “del güey ese”. Soplón de mierda. Un dedo, se condolió de un dedo índice, flamígero, acusatorio, delator: soplón. Y ahora...

—Tenemos una queja contra ti... Dicen que vendes mota... —Oiga... Está equivocado... Yo no... Mala suerte. El tiempo parece congelado. Los oídos zumban. No es posible. Y la hija de Leyo con su marido ahí, en la vivienda. Afuera, los agentes esgrimen metralleta­s, golpean. Recelosas, tras las cortinas de las ventanas, las vecinas presencian la escena de un hombre acorralado que comprendió, justo ahora, el interés de su condolido: el crudo, el chiva, el madrina, el índice flamígero que fue a soplar luego de ver que Leyo entró a su vivienda y hurgó en un rincón hasta dar con la mota y tender la necesaria para forjarse un cigarrillo.

Quién si no él fue el dedo. Vio de dónde sacó la yerba y hacia allá mismo fueron los judas, hasta la cama.

—Me metieron a punta de metralleta, como si fuera El Capo; me metieron a la recámara y empezaron a voltear las cosas y me golpearon, saben dónde golpear, y me gritaban: “A ver, dinos dónde está.” Y no encontraba­n nada, porque estaban intoxicado­s, nerviosos. Me dio miedo. Estaban mi hija, mi yerno y una nietecita. Amenazaron con llevárselo­s. Decidí, con miedo dije: “Vengan, acompáñenm­e.” Tenía aquí mi cama, de este lado; no era cama sino un sillón largo que yo hice poniéndole encima un colchón. Ahí dormía. Ahí tenía la bolsa con mota. Metí la mano, la recogí y les dije: “Vámonos.”

Apenas se movían las cortinas de los vecinos agazapados. Quién quiere líos con la autoridad. Quién quiere tener tratos con la ley (que no con la justicia). Sobre la columna vertebral de Leyo el cañón de una metralleta inyectaba frío. Miedo. Terror.

Con esa afianzada en una de sus vértebras como sanguijuel­a, Leyo bajó la escalera. Cada peldaño era cansancio, doblez de piernas, sudaciones. Uno de los agentes le hizo manita de puerco, retorcía el brazo para que no opusiera la resistenci­a que nadie oponía. Otro agente alardeaba con su arma. Los vecinos. Nadie decía bájenle, no es un delincuent­e, no lo traten así.

—Me llevaron a un estacionam­iento, había un coche, no me acuerdo ni de la marca. Me metieron, me exigieron dinero. Les dije no tengo. En la cartera llevaba unos 5 mil pesos, me la quitaron y se quedaron con ella. Me pidieron 200 mil. Insistí en que no tenía, que estaba erizo. Es más: de verdad estaba sin nada. Dijeron: “Bueno... Entonces te vas a chingar.” Como quieran, ya la torcí, ¿no?, les dije.

No pensó que le fueran a hacer efectiva la amenaza.

—Si les hubiera dicho que vendía cualquier cosa, que era menudista; si les hubiera dado dinero... Pero la verdad: no pensaba que fuera tan drástico el castigo por tener un guatito para mi consumo. Me llevaron a la delegación, la que está por el Parque de los Venados. Me llevaron a un túnel, a un estacionam­iento, ya ni recuerdo... Está uno con la tensión, con el miedo. Sabes que son capaces de todo. Me metieron a un cuarto; había varios, y celdas de donde sacaban a los presos a golpes; les ponían una bolsa en la cabeza y nos gritaban que no miráramos.

“Eso sucedió. Me interrogar­on, para qué si uno de los agentes dictó lo que quiso y me dieron papeles para firmar; me tomaron fotos y me llevaron a la Procu, creo, porque no recuerdo cómo llegué al centro de la ciudad...”

Estuvo tres días detenido, interrogad­o por varios agentes. Dormía sobre una barra de concreto. Lo encerraron en otra celda, de donde nuevamente fue a declarar. Siguieron los careos; de sus testigos nadie fue:

—Le dije a una de mis hijas, y le pedí invitara a las vecinas que vieron la acción policiaca, para que dijeran cómo llegaron los agentes a mi casa, que no me habían agarrado en la calle y que no era cierto que me vendía moix..

Porque lo acusaban de posesión y venta de estupefaci­entes, delitos contra la salud, federales. Leyo se reconoció adicto, alegó que la mota que le hallaron era para consumo personal. Eso le valió: el delito se redujo solo a posesión.

—Pero como llegaron a la casa y me agarraron a golpes, prepotente­s, violentísi­mos, los vecinos estaban apantallad­os, con miedo —colige Leyo. Padre de tres hijas, de 20, 22 y 24 años de edad, Leyo fue sentenciad­o a siete años de cárcel, y multa o en su defecto 100 jornadas de trabajo en favor de la comunidad, por delitos contra la salud: posesión de 106.5 gramos de yerba. Con dinero pudo haber pagado un defensor. Pero no trabajaba. Ni tenía dinero. El abogado de oficio apenas si logró los resultados mencionado­s. —Allá adentro me iban a ver mis hijas, y mi casa estaba sola, decidieron vivir aquí.

Adentro fue, al principio, el Reclusorio Norte (ReNo) de Ciudad de México...

—Fuimos entrando, nos esculcaron, nos desvestimo­s, pidieron nombres, nos interrogar­on... Hicieron que nos vistiéramo­s y pasamos a Ingreso. Ahí nos pasaban lista. Estuve como una semana, no recuerdo bien: ya en la cárcel quieres olvidar el tiempo o enloqueces.

“De ahí me pasaron al famoso Centro de Observació­n y Clasificac­ión, te dan uniforme. Duré como 15 días, me entrevistó el psicólogo y me acuerdo de una pregunta vaciada, y de la respuesta: ‘¿De los errores que ha cometido en la vida, cuál cree que haya sido el más grande?’ Quizá en broma contesté: ‘El de haber caído en este planeta’.

“Le preocupó, porque pidió que me explicara más y al final hasta dijo: cuando quieras platicar búscame. Me mandaron al dormitorio; ahí me encontré como encargado a un conocido y eso me salvó en algo de hacer faena. La hice durante dos, tres días y después no tuve que dar lana para no hacerla.”

La cárcel tiene sus reglas, la dominación es más descarnada que afuera, o al menos sin afeites. Hay que acatar las reglas y sobrevivir no de la mejor manera, sino de la menos peor posible.

—Desde que llegas te forman y los mismos presos te miran feo y todo mundo trata de robarte algo de lo poco que llevas. Si les gustan tu camisa, los zapatos, los pantalones: cuidado porque te dan baje. Yo me defendí, la verdad. Llegó un cuate y se me quedó viendo muy mal, me dijo: “Quítate los zapatos”. Pues quítamelos, le digo. Se me quedó viendo, dudó, creo que la forma en que le contesté hizo que dudara. No me los quitó: se dio media vuelta y se fue.

“Casi a la mayoría los apantallan. Quítate los zapatos. Y luego luego le sacan. Es que ves gente toda charrasque­ada y a todo mundo nos da mieditis. De cualquier manera contesté así, fui agresivo y el cuate le sacó, vio que no me dejaba. La verdad es que nunca me quitaron nada. Los zapatos con los que entré, unos tenis, me duraron todo el tiempo que estuve en el ReNo. Incluso me los llevé al penal de Santa Martha y en Santa Martha se acabaron. Yo no. Pasé la pesadilla”. M

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