Milenio

La mirada de Zapata

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Cuando uno ve la foto canónica de Emiliano Zapata que nos mira de frente, con el brillo oscuro en los ojos, los labios sensuales, la frente ancha, las cejas y los bigotes poblados, ¿qué ve?

¿Un indio puro? ¿Una mezcla de indio y español? ¿O una mezcla distinta, propiament­e mexicana: de indio con blanco y con negro, en sus infinitas variacione­s morenas?

El rostro de Zapata esconde el misterio de la desaparici­ón virtual de la población negra en el territorio mexicano, una población que llegó a ser, a fines del siglo XVIII, la quinta parte de la Nueva España.

La presencia de aquella población negra está clara en la taxonomía novohispan­a de las castas, guiada por la obsesión de la pureza de sangre, de cuyos matices y retratos la revista Artes de México ha hecho una edición extraordin­aria.

La enorme población negra de México se fundió hasta diluirse, promiscua y libremente, en los bajos estratos de lo que Molina Enríquez llamó el “mercado de la carne” de los siglos XVIII y XIX. Esa población persiste como tal en el México de hoy en algunas zonas de refugio, como las llamó Gonzalo Aguirre Beltrán, algunos pueblos negros de Guerrero y Veracruz, y en todas las variantes de la “morenidad mexicana”, el color de la inclasific­able “raza de bronce clang clang” de que se burlaba en los 80 Carlos Monsiváis, prototipo por excelencia de este plurimesti­zaje.

En el prólogo a su nueva edición de Zapata y la Revolución mexicana, del Fondo de Cultura Económica, John Womack se retira de la noción indígena de la rebelión del sur y se asoma, ilumina doramente, al afluente negro, no solo de rebelión zapatista, sino de la historia misma de México. “África en México parece desvanecer­se a partir de la Independen­cia”, escribe Womack. “Ya no entraron africanos a México, ni como esclavos ni en otra condición. Pero los mexicanos de ascendenci­a africana seguían en México, visibles durante una generación más (ahí están el cura y general Morelos, Vicente Guerrero, Juan Álvarez y sus “pintos”). En la mayoría de los lugares, sus hijos y nietos, cada vez menos ostensible­mente africanos (¡Juan N. Almonte!, hijo de Morelos, ¡Vicente Riva Palacio y Guerrero!), ya no reconocido­s como de origen africano, se fueron fundiendo con la población mexicana general”.

También con la de Morelos. Y con su rebelión de 1910.

(Mañana: La rebelión negra de Morelos) M

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