Fondear la reconstrucción
Los sismos son el riesgo de desastre natural más frecuente en CdMx y en el Valle de México, pero no los únicos. El catálogo comprende más de 20 riesgos naturales y otros no tan naturales.
La falta de agua, el hundimiento del suelo y los canales de agua residuales, además de que los peligros volcánicos gravitan diariamente sobre la megalópolis.
Pero hay otros que conlleva el desarrollo urbano acelerado. ¿Estamos preparados para un incendio en los últimos pisos de alguna de las torres de Paseo de la Reforma? ¿O para la caída de un avión en alguna de estas edificaciones?
Lo más duro después de un desastre natural o un accidente de impacto masivo es el rápido retorno a la normalidad y la instrumentación de acciones para prevenir futuros incidentes. Lo que se conoce como “reconstrucción resiliente”. Y esto se reduce a un punto: disponibilidad de fondos económicos.
Hay ciudades que después de un desastre o de una reconstrucción tardía y lenta pierden viabilidad económica, y después viabilidad social, para terminar abriendo las puertas a la inestabilidad, la degradación y la violencia.
Acapulco es un doloroso ejemplo de ese ciclo de descomposición que empieza con un desastre natural mal atendido. En 1997 el huracán Paulina destrozó buena parte de la infraestructura turística de la costera, del equipamiento urbano y de las viviendas y edificaciones a su alrededor. Empezó la caída del turismo nacional e internacional, la pérdida de competitividad económica de la ciudad, la caída del empleo, la proliferación del empleo precario y la expansión del crimen, que se agudizó con la etapa de la guerra fallida contra las drogas.
A pesar de las cuantiosas inversiones públicas que se inyectaron al puerto, tardó más de una década para reactivar su economía y nunca ha podido recuperar su etapa de oro. El surgimiento de otros centros turísticos de playa terminaron por reducirlo a un destino de fin de semana de los capitalinos, no obstante tener una de las mejores playas del país.
El tema crítico de la reconstrucción de Acapulco fue la falta de recursos económicos oportunos y el manejo opaco de lo poco que se aplicó.
CdMx debe evitar ese síndrome. Se anuncia que la reconstrucción durará siete años y costará 11 mil millones de pesos conservadoramente. Solo se dispone de una tercera parte y el resto habrá que presupuestarlo en los próximos años o, de plano, pedirle a los damnificados que se endeuden para recuperar su vivienda. Este es el punto de quiebre social y político de la reconstrucción, ya que los afectados no quieren volver a pagar su propiedad o, en caso de estar pagando una hipoteca, iniciar otra.
El gobierno, a su vez, de manera implícita, debe estar pensando que no es el responsable de la tragedia y no tiene por qué cargar con los gastos de los particulares afectados. Por ejemplo, ¿es justo detener la inversión hidráulica en Iztapalapa que beneficia a 2 millones de personas, para reconstruir edificios en la colonias de clase media que beneficiarán a una decena de particulares? Este tipo de dilemas políticos y sociales se superarían si la ciudad dispusiera de un fondo sustancial para hacer frente a la reconstrucción de manera expedita, autónoma y oportuna. Hay tres formas de hacerlo: contraer deuda pública (el peor camino), decretar un impuesto temporal para la reconstrucción (aunque podría impactar la competitividad de la ciudad) o crear un seguro colectivo de prevención de desastres asociado al pago del predial (para atender desde los hundimientos de la ciudad hasta la reconstrucción de viviendas después de un sismo).
Opciones existen. Faltan voluntad política y acuerdo social. Y ese desastre no es natural. M