Milenio

Leer todos los libros

- CARLOS TELLO DÍAZ* ctello@milenio.com

Tuvo la ambición de cumplir esa hazaña cuando Occidente transitaba del libro manuscrito al impreso

El hombre que quiso leer todos los libros”. Así dice el título de un artículo de la revista en línea que publica la Universida­d de Cambridge sobre un personaje fuera de serie: Hernando Colón. El artículo afirma que existen en el mundo alrededor de 130 millones de libros (para ser exactos: 129’864,880 cuando en 2005 Google Books empezó el proyecto de escanearlo­s todos para hacerlos públicos en internet). Un proyecto similar, abunda, fue emprendido cinco siglos antes en Sevilla, España, por un hombre llamado Hernando Colón, quien tuvo la ambición de reunir en una sola biblioteca todas las obras publicadas hasta ese momento: manuscrito­s sobre todo, pero también los libros que empezaban a ser impresos en lo que era entonces una novedad: la imprenta.

El autor del artículo, Edward WilsonLee, afirma que Colón dedicó más de la mitad de su vida a buscar y comprar los libros para su biblioteca en Sevilla. Documenta sus viajes alrededor de Europa, en busca de libros, y afirma que en la Navidad de 1521, por ejemplo, compró más de 700 en Núremberg. No dice, sin embargo —qué lástima—, quién financió esa empresa, tan ambiciosa y tan desmesurad­a.

Hernando Colón (1488-1539) era el hijo que tuvo Cristóbal Colón con su amante, Beatriz Enríquez de Arana. Acababa de cumplir cuatro años cuando su padre llegó a América. Ya grande, lo acompañó en muchos de sus viajes de descubrimi­ento. Fue uno de los más grandes cartógrafo­s de su tiempo. Coleccionó plantas, imágenes e instrument­os de música. Escribió la primera biografía del gran navegante, Historia del almirante. Tuvo la ambición de leer todos los libros en el momento en que Occidente transitaba del libro manuscrito al libro impreso. Entendió con los años que no iba a poder cumplir ese sueño. “Tal vez hubiera sido posible en su juventud, cuando había aún pocos libros impresos”, dice Wilson-Lee. Existe un retrato suyo: un hombre de pelo corto, la barba rala y la nariz arqueada, muy orejón, los ojos risueños y luminosos.

Al reunir miles y miles de libros, Colón entendió que necesitaba una estructura para darles orden. Una estructura material, pero también una estructura mental. ¿Dónde podía colocar 15 mil libros? En estantes de madera, decidió, donde los podía acomodar de pie, parados uno junto al otro, para no desperdici­ar espacio (él es el inventor de los libreros que conocemos hoy). ¿Y cómo acomodarlo­s? Colón tuvo que decidir qué criterio utilizar para ordenarlos, como lo hacen todos los que tienen biblioteca­s. ¿Por orden alfabético, por tamaño, por materia? Descubrió él mismo, por experienci­a, que si su biblioteca no tenía orden iba a estar, en sus palabras, “muerta”. La tuvo que ordenar. “Conforme su biblioteca creció”, dice Wilson-Lee, “se dio cuenta de que necesitaba lectores que lo ayudaran a leer”. Emprendió la tarea de ordenarla con ayuda de lo que llamó Libro de epitomes, en el que resumía el contenido de cada libro, para lo cual contrató a un grupo de sumistas, como los llamó, y diseñó también un sistema de marcas de papel escritas con símbolos (son alrededor de 10 mil) para ayudar al lector a navegar en la biblioteca. Sobreviven 3 mil libros de su biblioteca en un ala de la Catedral de Sevilla, donde es conocida como la Biblioteca Colombina. Wilson-Lee publicará el año que viene una biografía del personaje. Ahora, con motivo de la FIL, dedico este homenaje mínimo al gran Hernando Colón. M

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