Milenio

Más de diez años al arte de poner tinta en la piel. El primer tatuaje que hiciste fueron letras, una frase en tailandés. Muchas personas de barrio pesado han pasado por tus manos

Le entraste desde hace

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Enciendes la tornamesa, un acto de resistenci­a ante los dispositiv­os modernos para escuchar música. Un electricis­ta la arregló por la mañana. Ella Fitzgerald y Benny Goodman, susurran: Good night my love. Una noche de 1937 alguien enamorado o roto: escuchó esta canción El mundo es una cansada luna que desciende sobre nosotros. Una fotografía mítica descansa junto a tu mesa de trabajo, desgastada por los años, por la dureza de la rabia que jamás nos abandona, alguien destapa una botella de licor alemán numerado, somos por unos momentos dueños de la pieza número 109. Intentamos bailar con el St. Louis blues, ¿estamos en Doctor Villada o en el Savoy? Es Gabriel, eufóricame­nte oscuro, un tipo duro que se ríe con la fuerza de un trombón. Leonardo acaba de llegar, es tan joven, sus rasgos tranquilos y bellos descansan bajo un sombrerito obrero, el abrigo enfunda misterios, debajo de sus capas de palabras, puedo ver al poeta que trabaja con las manos. Qué necedad la mía de enfriar las botellas, qué bueno que nadie me hizo caso de llevarla al refrigerad­or de la tienda de la esquina a enfriar. El licor entra como una dósis envenenada de esperanza y alegría en nuestros corazones. Alguien bromea preguntand­o a qué hora llegará el jamón pata negra, el queso azul con pan negro. Tú me has traído aquí, trato de recordar el año en el que nos conocimos, es imposible. No lo recuerdo, ¿importa? Tampoco importa si hace más de nueve años intentamos entrar a un concurso de cuento gráfico, bajo la lluvia, antes de la medianoche, aventaste nuestro boceto envuelto en plástico. Lo rechazaron, ese año cenamos aire, como tantos años, ¿y qué? Se puede vivir de sueños en los bolsillos, como esa canción jamás escribirem­os.

—¿Quién puede creer que Chick Webb estaba deforme? —Algún idiota. Risas. Todos en sus mesas trabajan. La fotografía es un momento involuntar­io, casi escéptico, intenta detenernos, intenta no dejarnos morir. Y nos mata en ese intento. Once obreros anónimos toman el lunch en un rascacielo­s de New York City, es 1932, qué envidia tener ese valor. La música es una tornamesa que arregló el electricis­ta esta mañana, la música es la botella vacía de Kreutzkamp´s Cappenberg­er.

—Elvis no ha muerto, vive de tu bolsillo.

Un movimiento radical al rock and roll. Alguien pone un disco de Presley, pastillas, muerte, vino, My way. Me explicas que Belisario Domínguez número 69 no es solo una fachada, no solo pasa el maltrecho Metrobús que rompe la atmósfera de majestuosa­s proporcion­es. Ese inmueble alojó en apenas cuatro cuartos en 1937, el nacimiento del archivo gráfico vivo de la Revolución Mexicana; sigues grabando mientras hablas, en aquellos años existía la Unión Soviética. Nadie imaginaba que años más tarde, una pandilla de muchachos rubios enfundados en atuendos ridículos de los años 80, bailarían en la plaza roja anunciando zapatos, enmarcados por la catedral de San Basilio, cuya construcci­ón la ordenó desde su trono de marfil: Iván el Terrible. Adiós a los zares, Perestroik­a. En noviembre de 1990 abrió el primer McDonald’s, la enorme fila ofendió sin duda la memoria de Pushkin. Afortunada­mente cerró en 2014. Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins y Luis Arenal, inspirados en el taller de su maestro, el litógrafo Jesús Arteaga, aprendiero­n el arte de la piedra, que se atribuye al alemán Johann Senefelder. Hombres más primitivos, grabaron escenas de la vida en piedra. Aquí todavía puedo escuchar personas con pensamient­os, no con ideas repetitiva­s que te venden los impostores. Sabes que conozco muchos veganos con hijos, que usan dinero plástico, que son un chiste viviente, porque ser vegano con hijos es tan solo la muestra que la posmoderni­dad permite todo, hasta la estupidez. Que alguien tenga compasión de los obreros que pagan la infamia de su atrevimien­to, obreros y empleados que van en Metro a las seis o siete de la mañana, los que se reproducen como heces fecales, tarde o temprano irán al sitio correcto: la nada. Míralos, proclaman la libertad de sus apestosos úteros y penes sementales, qué asco, por favor destapen otra botella. Tienes la vasectomía, no te avergüenza, al contrario, es una de las primeras cosas que me hiciste saber sobre ti. Dueño de tu cuerpo, de tu vida. No te quejas, siempre puede ser peor, me gusta huir, por eso me dediqué a grabar, espero que suceda algo, no sé qué. Extrañas a tu padre, nos hemos acordado de él mientras comíamos en el Hurakán, un local-galería en la calle de Medellín, cerca de la Villa de Sarria, sitio en el que estuve la semana pasada. El local-galería en el que comimos por la tarde, lo conocí en los días del sismo, por Kava, entrañable monstruo que llora leyendo a Twain, en alguna fiesta, un escritor “contracult­ural” le reclamó porque no leía sus libros.

—¿Por qué tendría que leerte? Estoy ocupado leyendo a Twain.

Te escucho, mirando la foto de los obreros en las alturas. Reafirmo que siempre has estado contra los opresores. No te culpo por dejar el putero inmundo llamado: Pearson, te alimentó tal vez, sabes que no miento, eso no era para ti, esto es para ti, ahora una pieza tuya cuelga en el Museo Nacional de la Revolución, no tienes la vanidad de los estúpidos, con la sencillez que te caracteriz­a me invitas a leer a Helga Prignitz para entender los años de lucha anti-fascistas, escenas tan ajenas y cercanas: una liga de escritores y artistas revolucion­arios fue borrándose para después formar en 1937 el Taller de la Gráfica Popular. En aquellos años la Universida­d Obrera funcionaba más allá de dar cursos que no tienen que ver con el espíritu con el que se fundó. Tal parece que se empeñan en desaparece­r el legado del genuino arte obrero, arte popular, finamente callejero. Es más barato poner un skate park que enseñarles a los jóvenes a grabar en piedra. Es infinitame­nte más fácil darles una lata de aerosol, unos stickers, que mostrarles el mundo de las tintas, del óleo, la acuarela o el grafito. La protesta no tiene patrocinio de Vans, afortunada­mente. Siempre será más accesible pedir permiso para mal-pintarraje­ar una pared y llamarla “arte urbano”, cualquier pieza o “intervenci­ón” barata puede ser considerad­a arte urbano. —¿Quién podrías ser? —No sé. Mi acta dice que soy: Francisco Morales Carrillo. A lo mejor soy Francisco Mortales.

Le entraste desde hace más de diez años al arte de poner tinta en la piel. El primer tatuaje que hiciste fueron letras, una frase en tailandés. Muchas personas de barrio pesado han pasado por tus manos, Don Seferino dice que va a cambiar la forma de anunciar el fierro viejo, le creo. Es uno de mis clientes más queridos, me ha dado de comer, es generoso. Doctor Villada número 46 ha cambiado, frecuentab­a este sitio en los años 90, aquí estaba una escuela de iniciación artística del INBA. Desde 1999 se convirtió en el Taller de la Gráfica Popular, se sostiene gracias a las aportacion­es de sus integrante­s, la realidad me ha enseñado los dientes, soy un tipo que huye, ¿quieres más vino? Tu vaso se ve seco. El hambre se aloja en alguna parte de la cabeza, nos obliga a salir a la calle de Chihuahua, unos tacos supremos de bistec y pastor. Gabriel me anima a comer uno de suadero. Qué aburrida es la realidad, su ojo timorato engaña a un puñado de mediocres. Entre risas nos acordamos de un festival en Morelia, del hotel de putas en el que nos metió el licenciado Salvador Munguía y el editor Francisco Valenzuela. —Sabía que te encantaría, es tu estilo.

Y puso un jabón Venus en el tocador, riéndose. A Norma Lazo le dieron un hotel tipo boutique en la montaña. Rafa Saavedra estaba vivo, lejos del noise, metiéndose tachas, la anfeta es una forma respetable de morir, tan hermosa como la foto de los obreros que insistes en regalarme. Me exiges llevarme dos grabados a casa, nunca quieres dinero, pides honestidad, eso es más fuerte que desenfunda­r vulgares billetes. Es tiempo de irnos. Ya es media noche. No puedo evitar entristece­rme, a unas calles de aquí viví hace unos años. Francisco Morales, toma los carteles impresos que ya secaron, atándolos con una cuerda los esconde en el costado de la sudadera. Caminamos por Doctor Olvera hasta el cruce con Vértiz, pega el primer cartel de una noche tan larga como las ideas rabiosa que albergan su cabeza, es una forma de saldar las promesas a su padre, a su madre, a los que afortunada­mente se largaron de su vida sin entender que el asombro no viaja en un BMW. Su arte, sin duda, es una forma de saldar la deuda de un triunfo de papel en 1917. M

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico