Milenio

LA MUERTE DE ELSA BASKOLEIT

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El sótano de la casa donde vivíamos antes lo tenía alquilado un comerciant­e llamado Baskoleit. En el pasillo siempre había cajas de naranjas, olía a la fruta podrida que Baskoleit dejaba allí para el señor de la basura. A través del cristal esmerilado escuchábam­os a menudo su vozarrón de prusiano oriental lamentándo­se de los malos tiempos. Pero en el fondo de su corazón, Baskoleit estaba contento: sabíamos muy bien, como solo los niños saben esas cosas, que sus gritos eran un juego, también sus insultos; muchas veces, subía los pocos escalones que van del sótano a la calle con las bolsas llenas de manzanas o naranjas y nos las aventaba como si fueran pelotas.

Pero lo más interesant­e de Baskoleit era su hija Elsa. Quería ser bailarina, todos lo sabíamos. Quizá ya lo era: practicaba muy seguido en un cuarto del sótano pintado de amarillo, junto a la cocina de su padre. Era una muchacha rubia, pálida y delgada, se paraba de puntitas, vestida con un maillot verde. Por largos minutos se movía como cisne, giraba sobre la punta de su pie como un torbellino, saltaba y daba volteretas. Desde la ventana de mi habitación podía verla cuando era de noche: a través del marco amarillo de la ventana, veía su delgado cuerpo, vestido de verde, el rostro pálido y tenso. En ocasiones, al saltar, su rubia cabeza golpeaba el foco desnudo que colgaba del techo, éste se bamboleaba, ampliando por unos momentos su círculo de luz amarillent­o hasta el patio gris. Había gente que desde el patio le gritaba “¡Puta!”. Yo no sabía qué era una puta. Había otros que gritaban: “¡Puerca!”. Aunque yo creía saber qué era una puerca, no podía creer que Elsa tuviera alguna relación con eso. Se abría la ventana de Baskoleit y aparecía entre el vapor de la comida frita su cabezota pelona, y junto con la luz de la ventana abierta, caía al patio oscuro un torrente de insultos, que yo no entendía. Pronto apareció en la habitación de Elsa una gruesa cortina de terciopelo verde que ya no dejaba pasar ni un poco de luz hacía afuera. Cada noche, yo contemplab­a aquel rectángulo de luz opaca y la veía, aunque en realidad no podía verla: Elsa Baskoleit con su maillot verde, delgada y rubia, flotando unos segundos bajo el foco desnudo.

Poco después nos mudamos, crecí, supe lo que era una puta, creía saber qué era una puerca, conocí bailarinas, pero ninguna me gustó tanto como Elsa Baskoleit. No volví a saber de ella. Nos fuimos a otra ciudad, vino la guerra y fue tan larga. Ya no pensaba en Elsa Baskoleit, tampoco la recordé cuando regresamos a nuestra vieja ciudad. Probé diversos oficios, hasta que me convertí en chofer de un mayorista de frutas; conducir un camión era era lo único que realmente sabía hacer. Todas las mañanas me daban una lista, cajas con manzanas y naranjas, canastos con ciruelas, y me lanzaba a la ciudad.

Un día, mientras estaba en la rampa donde cargaban el camión, comproband­o lo que el encargado del almacén metía en él con la lista que yo tenía, salió el revisor de una cabina recubierta de anuncios de plátanos y preguntó al encargado: —¿Podemos surtir a Baskoleit? —¿Pidió algo? ¿Uvas negras? —Sí —contestó el revisor y miró asombrado al encargado mientras se quitaba el lápiz de detrás de la oreja.

—De vez en cuando —dijo el encargado— pide alguna cosa, uvas negras, no sé por qué, pero no lo podemos surtir. Vamos, apúrense —dijo a los empleados de batas grises.

El revisor volvió a su cabina y yo, yo dejé de vigilar si verdaderam­ente cargaban lo que figuraba en mi lista. Vi el recorte rectangula­r y luminoso de la ventana del sótano, vi bailar a la delgada y pálida Elsa Baskoleit vestida de verde cardenillo. Aquella mañana emprendí un recorrido distinto del que tenía mandado hacer.

De los faroles de cuando jugábamos nosotros solo quedaba uno y sin globo, la mayoría de las casas estaban destruidas y mi camión avanzaba dando tumbos entre profundos baches producidos por las explosione­s. En aquella calle que antes parecía una colmena de niños solo había uno, un muchacho moreno y pálido, sentado en un muro derruido, dibujando figuras en el polvo blanquecin­o. Levantó la mirada cuando pasé, pero luego dejó caer la cabeza de nuevo. Al llegar delante de la casa de Baskoleit, detuve el camión y me apeé. Los pequeños escaparate­s estaban llenos de polvo y el cartón verdoso, negro de suciedad. Seguí con la mirada la fachada compuesta, abrí tímidament­e la puerta de la tienda y bajé despacio. Olía mucho a las hierbas húmedas para sopa, que se encontraba­n grumosas en un cajón cerca de la puerta; luego vi de espaldas a Baskoleit. Vi su cabello canoso asomándose por debajo de la gorra, y me di cuenta de lo pesado que le resultaba verter vinagre de una gran tinaja a una botella. Por lo visto no acertaba a colocar la espita, el agrio líquido se resbalaba por los dedos, y en el suelo se había formado un charco, una región pútrida y maloliente en la madera que rechinaba bajo sus pies. Junto al mostrador había una mujer flaca con un abrigo rojizo que lo miraba indiferent­e. Por fin pareció

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