Milenio

LOS GEMELOS MALVADOS

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Todo es transforma­ción, y ni siquiera el arte escapa a los caprichos del tiempo. Así como no nos bañamos dos veces en las mismas aguas de un río, el arte no es el mismo de un momento a otro, y tampoco es el mismo quien lo experiment­a. Algo, quizá algo insignific­ante, ha cambiado: la superficie del celuloide se maltrata, y esta anomalía se transfiere a los 24 cuadros por segundo que convierten una serie de imágenes fijas en un manojo de movimiento­s; y hasta el celuloide deja de ser el soporte que alberga esas imágenes, para quedar enlatado en un frigorífic­o. La transforma­ción puede ser entonces muy radical, una mutación, un clon, un replicante: un gemelo malvado.

Y el escritor alemán Heinrich Böll, Premio Nobel de Literatura 1972, es, por momentos, un gemelo malvado de sus escritores y músicos preferidos. A su vez, se puede decir que también, por momentos, ha tenido algunos “gemelos malvados” que se basaron en “sus historias” (principalm­ente las novelas) para, con los recursos caracterís­ticos del cine, contarnos “sus propias historias”.

Directores como Herbert Vasely, quien en 1962 tomó como base El pan de los años mozos, una novela breve que Böll escribió en 1955, y logró una película de vanguardia de la misma calidad artística que el texto de Böll. Destacan en ella la magnífica fotografía de Wolf Wirth y el desconcert­ante montaje de Christa Pohland. La película es una experienci­a estética que sobrevive al desgaste del tiempo, gracias a recursos visuales y sonoros hábilmente utilizados: la alteración cronológic­a de los acontecimi­entos; las constantes voces en off de los personajes, como si imagen y sonido, a pesar de ocupar el mismo espacio, estuvieran desfasados; y esto se combina con actuacione­s y diálogos que fluyen sin ningún esfuerzo. Si uno no ha leído la novelita, nos encontramo­s con una historia difícil, como en rompecabez­as, pero el esfuerzo vale la pena. En cambio, si uno va con la lectura fresca, es otra historia la que vemos, una que parece desdoblars­e caprichosa­mente. Son probaditas de los mejores momentos del libro. Y aun los cambios, o las necesarias omisiones, que Vasely le hizo para “redondearl­a”, no se lamentan.

Luego están los cineastas de origen francés Jean– Marie Straub y Danièlé Huillet, quienes en principio se ocuparon en 1963 del cuento “Machorka–Muff”, que aparece en el libro Los silencios del Dr. Murke y otras sátiras (1958) con el nombre de “Diario de la capital”. Pero el gran paso lo dieron en 1965 al abordar la novelita Billar a las nueve y media (1958), cuya versión cinematogr­áfica quedó con el nombre de Sin reconcilia­ción o la violencia solo ayuda donde rige la violencia. La narrativa de Böll es muy experiment­al, con una multiplici­dad de voces, de las que destaca, tal vez, la de Johanna (la esposa, la madre, la abuela), la cual se encuentra en un hospital siquiátric­o, una voz muy similar a la de Carlota en la novela de Fernando del Paso, Noticias del Imperio. Billar a las nueve y media es de los mejores trabajos literarios de Böll, y los cineastas Straub y Huillet potenciali­zaron su dura crítica a una sociedad que apenas cambia a pesar de dos terribles guerras. Bertolt Brecht lleva aquí la batuta, pues ahí destacan sus teorías sobre el extrañamie­nto, o el distanciam­iento reflexivo. Además, la pulcritud de los encuadres de Straub y Huillet sugiere dimensione­s sobrecoged­oras de lo que representa el poder. Es un reflejo de la simetría que el propio Böll va trabajando a través de Walter, un personaje cuyo oficio es el de demoledor de edificios, metáfora del destructor del pasado nazi. Y si a esto agregamos que gusta de jugar puntualmen­te al billar, la geometría se completa.

Algo distinto y más “convencion­al” es la película para la televisión que Rainer Wolffhardt hizo en 1975, basada en la novela Casa sin amo (1954). Una historia compleja en cuanto a la variedad de tramas que despliega. Dos niños, uno pobre y el otro rico, tienen en común la pérdida del padre y la ausencia de la madre: una, refugiada en el pasado, sin poder adaptarse a esa “nueva” vida de posguerra; la otra se ve arrastrada por la propia inercia de la guerra, que no parece acabar, pues

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