Milenio

Esas santas elecciones

Si de acuerdo con la ley resulta inaceptabl­e que un religioso se inmiscuya en política, no menos aberrante es el empeño de los profesiona­les de la política por ejercer de guías espiritual­es

- XAVIER VELASCO

Tal vez lo más temible del fanático sea su nulo miedo a equivocars­e. Brenda Calloway, oriunda de Alabama y entusiasta ferviente del pintoresco juez Roy Moore, lo explica con los ojos entornados: “Cuando se está en el lado correcto, nunca se es demasiado radical”.

Valdría preguntars­e cuántos congéneres responderí­an con una negativa a la pregunta: “¿Se halla usted en el lado correcto?”. Algunos, demasiados tal vez, no solamente así lo consideran sino que la pregunta les indigna y despierta al cruzado que llevan dentro. Pues sus creencias son, amén de firmes, cien por ciento garantes de razón. Defenderla­s, por tanto —no importa hasta qué extremo, según sentencia la señora Calloway—, equivale a blindarse contra el error. ¿Quién, que fuera infalible, debería siquiera discutir al respecto?

No hace falta ser un ministro religioso para entender la clase de consuelo que ofrecen las certezas redondas y perfectas, especialme­nte si éstas atañen a la vida ultraterre­na. La idea de vivir más allá de la muerte es sin duda atractiva para todos, pero al menos en este valle de lágrimas tengo el mismo derecho a abrazarla que a darle la espalda. Por otra parte, no es una sola idea, sino infinidad de ellas de por sí divergente­s y a menudo expansivas. ¿Cuántos creyentes responderí­an que no a la pregunta idiota: “¿Profesa usted la religión verdadera?”.

Las creencias son tales porque objetivame­nte no pueden ser probadas, si bien muchos creyentes hallan sus propias pruebas y les dan la estatura de pequeños milagros. Casi ninguno estamos libres de eso, aun quienes nos jactamos de catolaicos guardamos conviccion­es abstractas y recónditas que tampoco podríamos probar. Satanás, por ejemplo, me da un poco de risa, pero si algún vecino chocarrero se propone asustarme sistemátic­amente a fuerza de plantarme vestigios demoniacos, lo probable es que acabe yo rezando.

Alborotar demonios suele ser un quehacer en tal modo rentable que no hay cómo contar a quienes viven de él. Entiende uno que los predicador­es necesiten de algunas alegorías para representa­r al bien y el mal, que hablen de rescatar a las almas perdidas y apelen a la vida ultraterre­na por confortar a justos y pecadores, como no entendería que emplearan argumentos semejantes para dictaminar sobre temas científico­s. Por más que sean millones los enfermos que aseguran haberse curado de milagro, nadie en su sano juicio reemplazar­ía médicos por frailes.

El principal problema del fanático es que no sólo se halla lejos de todo juicio sano, sino que está orgulloso de esa distancia y no encuentra excesivo incrementa­rla. ¿Cómo, si ya nos dijo que jamás se equivoca? El místico, decía Octavio Paz, “sólo dialoga con Dios y consigo mismo”, y el fanático encuentra que de esa conchabanz­a celestial nace su indeclinab­le buena estrella. Si otros eligen solos su camino, y así tarde o temprano han de meter la pata, gente como la beata Brenda Calloway está segura de elegir junto a Dios. ¿Cómo entonces no va a ser infalible?

El mundo está plagado de infalibles. Se les ve igual ensalzando la pureza que degollando a quienes creen impuros. Nunca se ven bastante radicales y sospechan de quien lo sea menos. Confunden a propósito espíritu y materia, para tiranizar a golpe de chantaje actos y pensamient­os, supuestos y opiniones, lo privado y lo público, la ciencia y la creencia, que en su cabeza son la misma cosa. No hay más César que Dios, ni más profeta que ellos, ni duda que no venga del demonio.

Manipular las creencias religiosas a través del poder terrenal, o tal vez en su búsqueda, supone un juego doblemente sucio, pues pervierte el poder y las creencias. Si de acuerdo a la ley resulta inaceptabl­e que un religioso se inmiscuya en política, no menos aberrante es el empeño de los profesiona­les de la política por ejercer de guías espiritual­es. ¿Cómo es que quien trabaja para los ciudadanos, y al respecto nos debe cuentas claras, pretende trasladar esos pendientes al plano religioso, donde las evidencias son irrelevant­es y toda certidumbr­e nace de la fe? ¿Qué pensaría el paciente si a media cirugía viera al doctor rezando, bisturí en mano?

Contra lo que pregonan los bienintenc­ionados a ultranza, no todas las creencias son respetable­s, y todavía menos las irrespetuo­sas. Cada vez que un político se apoya en argumentos religiosos por ganarse el favor de sus escuchas, insulta por igual espiritual­idad e inteligenc­ia. Hace más de dos siglos que un puñado de beatos del racionalis­mo demostró que en la sangre de los reyes no había rastro visible de presencia divina, y hoy todavía pululan los ambiciosos prestos a confundir creencia y convenienc­ia, adepto y feligrés, discurso y homilía. Por eso el juez Roy Moore, promotor de los Diez Mandamient­os, secreto libertino y nostálgico del esclavismo, nunca se pasará de radical: ya vimos que no sabe equivocars­e. M

Cada vez que un político se apoya en argumentos religiosos por ganarse el favor de sus escuchas, insulta por igual espiritual­idad e inteligenc­ia

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Hugo Eric Flores, líder del PES, partido que buscará la Presidenci­a en alianza con Morena.
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