Milenio

Al que un olor nos lleva y esa es la intención de mi obra, dice Carolina Castañeda, autora del paisaje olfativo cuyo título nace de Borges

No controlamo­s el lugar

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Las personas se comportan como pájaros en los jardines del estudio de Luis Barragán. A un lado del pasillo, entre los árboles, junto a la fuente, destacan seis columnas altas y delgadas alineadas en fila con dos orificios abiertos a distintas alturas. Dos mujeres (M), dos hombres (H) y una niña (N) van de una columna a otra y acercan sus narices a los orificios. M1 se gacha, H1 cierra los ojos, H2 se acaricia el cabello, M2 suspira y N se para de puntitas. La imagen es de una plasticida­d coreográfi­ca. Es como si revolotear­an.

—No controlamo­s el lugar al que un olor nos lleva —dice la artista Carolina Castañeda van Waeyenberg­e, autora de este paisaje olfativo cuyo título nace de Borges (No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso)— y esa es la intención de mi obra: remover con olores íntimos momentos especiales de nuestro pasado que han quedado guardados en algún lugar privado de la memoria. Me gusta pensar en mi arte como una poesía animal.

Me uno al baile. Me acerco a un orificio. Huelo. Siento miedo. Es un olor denso, oscuro, penetrante, un tanto rancio, donde me parece oler cuero y tabaco. Enfrente de cada columna hay una placa metálica con nombres que designan cada una de las fragancias. No quiero leer todavía. Huelo de nuevo. Vuelvo a sentir miedo. Que sienta miedo me asombra y perturba. Leo la placa; dice “Caballo”.

A mi lado, M1 se sienta en el piso y huele el orificio más bajo. Se ríe. Espero a que M1 se vaya para meter mi nariz en ese orificio. Quiero descubrir el olor que hizo a una mujer reír. Huelo. No entiendo nada. Es una fragancia ¿fresca?, ¿lunar?, ¿matinal? En realidad no sé qué decir. Huelo de nuevo. ¿Pimienta?, ¿tinta?, ¿algún árbol? Leo la placa; dice “Helios (idea oro)”. Mi confusión es absoluta. Deseo preguntarl­e a M1: ¿qué oliste?, ¿por qué ese olor te hizo reír?, pero M1 se ha ido.

Me he quedado solo. Voy de un orificio a otro. Recorro solemnemen­te, a paso ligero y con el corazón lleno de dudas, cada uno de los orificios. Tras 15 minutos y 11 olores solo tengo una certeza: que en la fragancia “Amor” hay notas de talco.

Antes de salir de este paisaje olfativo regreso a “Caballo”. Aspiro con desesperac­ión y angustia. Inmediatam­ente siento una breve punzada de horror que me recorre por dentro. ¿Por qué siento miedo? La pregunta me persigue durante todo el día y solo ahora, 10 horas después, de noche, en la carretera, de camino a la casa de campo en la que pasé tantas navidades de mi infancia, recuerdo: tenía nueve años, visité a mi abuelo enfermo de Alzheimer y no me reconoció. Lo abracé y él se quitó con violencia. Me dijo que me fuera. Luego prendió un cigarro. Llevaba puesta su vieja chamarra de piel negra. Yo fui al baño. Lloré. Mi abuelo murió poco después. M

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