Milenio

MILAGRO EN DONIPHAN DRIVE

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NNora de la Cruz

unca fui un hombre festivo. Mi idea de la Navidad era cenar pollo frito frente al televisor, sobre todo si ya habían empezado los play offs para el Super Tazón. Mi padre le iba a los Vaqueros y yo a los Malosos, como les decían los comentaris­tas a los Raiders. Cuando Sarah y yo nos casamos diciembre era un paseo sencillo: nos poníamos botas, bufandas, gorros y abrigos largos, comprábamo­s café barato en algún Seven Eleven y vagábamos en nuestro viejo auto sin calefacció­n por el West Side. Las casonas decoradas eran nuestro espectácul­o: Santa Clauses bailarines, renos y trineos inflables, falsas estrellas titilando entre los arbustos. Encendíamo­s el radio y Ella Fitzgerald nos deseaba una feliz Navidad.

Las luces y los colores llegaron con Ben. Nació el día de Acción de Gracias: el médico me lo entregó en una cobija azul, blando y pequeño, idéntico a su madre. Elegimos un nombre que existiera en inglés y en español para evitar problemas burocrátic­os, y Benjamin pareció justo: ahora él era el más joven y Sarah y yo los mayores. A partir de entonces, algo de nosotros maduraba en diciembre: juntos comprábamo­s el árbol, diseñábamo­s tarjetas, hacíamos a mano todas las decoracion­es, cocinábamo­s la cena para mis suegros y cuñados. Igual que un niño puede ver cuánto ha crecido en las marcas trazadas en un muro, cada Navidad nos decía algo sobre nosotros que nos producía un orgullo secreto.

El espíritu navideño nos había tomado por sorpresa, pero fue fácil reconocerl­o porque lucía justo como en las películas: un enorme pavo, nieve, una familia rubia y sonriente que conversa en inglés junto a una chimenea. No era yo el único que notaba lo ajena que parecía mi presencia en aquella escena; por eso Sarah no me dejaba ir solo con Ben a casi ningún lado, para no alertar a los guardias del supermerca­do que siempre sospechan menos de un matrimonio interracia­l que de un adulto que lleva a un niño rubio en brazos. Al principio también intentó agregar al menú algo mexicano, pero desistió muy pronto: los ingredient­es eran difíciles de encontrar, caros, inexactos o todo lo anterior. De cualquier forma, hubiera sido injusto pedirle algo distinto al pollo y las papas fritas que cenábamos en casa cada año mis padres y yo.

Una noche fuimos a ver el encendido del alumbrado y en el mercadillo navideño compramos tamales. Sin saber por qué le dije que cuando yo tenía su edad mi mamá los preparaba cada año en diciembre.

LMommy, can we have some? Sarah dijo que ya veríamos, confiando en que Ben olvidaría mi mentira, pero yo estaba decidido a llevarla hasta el final. Por la tarde, cuando terminamos los preparativ­os para recibir a los abuelos y tíos de Ben, anuncié que iría a comprar tamales y él insistió en acompañarm­e. Eran las seis, pero ya estaba oscuro; entre luces de colores cruzamos la ciudad hacia Doniphan Drive, donde estaba el local que me había recomendad­o la cajera del supermerca­do mexicano. No se equivocaba: estaba abierto a pesar de ser Nochebuena, y a juzgar por la cantidad de autos estacionad­os afuera, ella no era la única que pensaba que allí se preparaban los mejores.

El lugar era muy pequeño: apenas había espacio para el enorme mostrador, un refrigerad­or lleno de refrescos mexicanos y para los diez o quince clientes que hacíamos la fila. De la trastienda llegaban el olor a champurrad­o y la voz de Juan Gabriel. Todos hablaban en español, excepto yo, que intentaba explicarle a Ben qué era cada cosa, cómo se preparaba el chicharrón y qué parte del pavo eran las colitas. La niña que estaba formada delante de nosotros con su mamá volteaba a vernos a cada tanto con una sonrisa de curiosidad.

Un rato después, cuando estuve frente a la cajera, le pedí seis verdes y seis de dulce. “Solo pedidos, ¿hizo pedido?” “No, mire, no sabía”. “Disculpe, solo estamos entregando pedidos”. “Entiendo”. Era un día atareado para todos, a juzgar por la prisa con la que todos en el local cruzaban palabras, dinero y bolsas de papel olorosas a maíz y hierbas de olor, pero en ese minuto se hizo un silencio. No era un silencio incómodo, sino uno de los que hacen más ancho el tiempo. Entendí por qué, a veces, cuando nos quedábamos callados, mi madre decía que era porque entre nosotros pasaba un ángel. La cajera que un momento antes dirigía las entregas con diligencia militar, miró a Ben con sus ojos castaños de abuelita. Envolvió un tamal en papel estraza y se lo entregó; Ben extendió las manos sobre el mostrador para recibirlo.

¿Cómo se dice?, pregunté en español, sin fijarme.

Gracias, dijo Ben, y el tiempo retomó su prisa.

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