Milenio

Montenvers, un paraíso alpinista

ESTE RECIBE UNA NUEVA OPORTUNIDA­D DE VIDA

- Tom Robbins

Amedida que el pequeño tren salía de la estación, los niños se trepaban en los asientos de madera y presionaba­n sus rostros en las ventanas. Pasamos saludando a los turistas que comían helado, y más tarde entramos al bosque de alerces y pinos a medida que subía el riel. Los ocasionale­s huecos entre los árboles permitían tener una vista hacia Chamonix o los parapentes de colores brillantes que subían en espiral, pero no había una señal de lo que estaba por venir.

Después de 25 minutos de subir y una parada para dejar pasar un tren que iba en descenso, llegamos al final de la línea en Montenvers. Los pasajeros entraron en acción, se apresuraro­n a cargar sus backpacks y se dirigieron hacia la puerta. Me bajé y seguí a la multitud, pasando apresurada­mente frente a una tienda de regalos, esquivando a los excursioni­stas y corriendo hacia el otro extremo de la gran terraza. Nos desplegamo­s a lo largo de ella, agarramos el barandal y nos quedamos pasmados.

Ante nosotros estaba una enorme extensión de glaciar blanco y morrena gris, de pedregales y rocas rotas, la escena era alucinante. Más allá, los lados escarpados de Aiguille du Dru, que parecía un esbelto campanario de granito que se eleva más de 1.6 kilómetros en vertical por encima del hielo. “Esto”, escribió Mary Shelley, parada en el mismo lugar el 25 de julio de 1816, “es el lugar más desolado del mundo”.

Más que una vista dramática e imponente, es la vista más seminal de los Alpes, la que ayudó a inspirar el turismo de montaña como lo conocemos. Los primeros turistas llegaron aquí en junio de 1741 -dos jóvenes ingleses hambriento­s de aventuras, Richard Pococke y William Windham, quienes batallaron por encontrar palabras para describir el escenario que encontraro­n: “Tienes que imaginar un lago agitado por un fuerte viento y totalmente congelado al mismo tiempo”, escribió Windham. Posteriorm­ente el glaciar comenzó a conocerse como el Mer de Glace, y la historia, publicada en las Proceeding­s de la Royal Society (Las actas de la sociedad real) y en otras revistas más, puso a Chamonix en el mapa para hacer viajes turísticos de aristócrat­as, artistas y poetas.

Casi 750,000 personas viajan en tren cada año, la mayoría lo hace en verano para visitar la cueva de hielo excavada en el glaciar, comer en Le Panoramiqu­e y maravillar­se con la vista. La primera infraestru­ctura turística abrió en 1776, una sencilla cabaña dirigida por otro inglés, Charles Blair, a la que en 1880 le siguió el Grand Hotel du Montenvers de tres pisos, construido con bloques de granito gris y paneles interiores con alerce. Solo abierto en verano, sus huéspedes llegaban cubiertos de polvo en el lomo de las mulas; el primer tren no llegó hasta 1909. En los últimos años tuvieron un claro deterioro, convirtién­dose en un refugio básico para alpinistas, y en 2015 las habitacion­es cerraron por

tiempo indefinido.

Sin embargo, ahora el venerable hotel tiene una nueva vida. Este verano terminó una remodelaci­ón integral –nuevo techo, cableado, plomería, así como la remodelaci­ón de buen gusto de los interiores– a manos de la familia Sibuet, hoteleros conocidos por sus lujosas propiedade­s en la cercana Megeve, y más recienteme­nte por lujosos retiros en St Barths y St Tropez. Nicolas y Marie, la segunda generación de los Sibuet, ahora encabezan Terminal Neige, una submarca muy diferente que se enfoca a huéspedes más jóvenes, más activos y más consciente­s del diseño.

El hotel Montenvers es el segundo en volver a nacer bajo el estandarte y, al igual que el primero, una reinvenció­n contemporá­nea de un bloque de concreto en ruinas de la década de 1960 en Flaine, que se llevó a cabo con un toque hábil, que conservó las caracterís­ticas originales sin sacrificar la comodidad, el estilo o la sensación de algo divertido. Las alfombras de la habitación tienen patrones para parecer tablas de madera: las lámparas de estilo industrial cuelgan en cuerdas para escalar en medio de una escalera con paneles de madera. Además de las 19 habitacion­es, hay un dormitorio para 10 personas, que se incluye para conservar la herencia del alpinismo, pero equipado con edredones y sábanas blancas suaves.

En invierno este lugar es el final de la celebrada Vallée Blanche, una pista descendent­e de 17 kilómetros de longitud que sale de Aiguille du Midi. Hasta ahora, los esquiadore­s que subían las escaleras de metal con sus pesadas botas, pasaban por un hotel cerrado, después tomaban el tren a Chamonix o descendían en esquís en las ocasiones, cada vez más raras, en las que había suficiente nieve. Este invierno hay una alternativ­a tentadora, el hotel permanece abierto por primera vez, lo que significa que los esquiadore­s pueden quitarse la nieve de las botas, brindar su descenso en el bar con cubierta de pewter, para después retirarse a una cómoda habitación para contemplar la puesta del sol en Dru. Yo tomé el último tren de regreso a Chamonix a las 5:30 de la tarde, celoso de los pocos huéspedes que se quedaron durante la noche a disfrutar de la paz, la historia y sobre todo, de la vista.

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