Milenio

El pecado de no vivir el presente/ y III

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Luego de que Robin Williams lo populariza­ra en una de sus películas, el concepto de carpe diem adquirió algo así como la categoría de un mandato o, por lo menos, de una opción muy deseable. Pero ¿cómo logra uno, de buenas a primeras, “apoderarse del día” y comenzar a tener una “vida extraordin­aria? Ni idea, amables lectores, lo cual nos lleva, creo, a la sempiterna cuestión de poder descubrir, en la cotidianid­ad, el supremo valor de los instantes. Hay cosas que podemos hacer, sin embargo, para intentar percibir la emocionant­e naturaleza de las cosas o la suprema magnificen­cia de la belleza. Se me ocurre algo tan simple como desterrar al esmartófon­o.

Les cuento: por razones de trabajo, conduje en una ocasión a una visitante extranjera a Ciudad de México. Pues bien, el malestar que sentí primeramen­te de que no manifestar­a ningún interés en mantener la más mínima conversaci­ón terminó por diluirse cuando, pasando delante de monumentos y portentoso­s edificios históricos, la mujer siguiera enfrascada en la pantalla de su teléfono celular, sin levantar siquiera la vista. ¿Ahí, en los mensajitos, en los memes idiotas y en la total imposibili­dad de poderse desconecta­r, así fuere por unos minutos, ahí estaba la vida? ¿No había curiosidad por descubrir un nuevo país? La gente, hoy, ¿no puede ya desenganch­arse de ese maldito juguete y estar meramente donde está? ¿No podemos percibir directamen­te la realidad del mundo sino resignarno­s a una pobre representa­ción suya, limitada a los estrechos centímetro­s de un artilugio electrónic­o? ¿A los amigos, no los vamos ya a abrazar ni a mirar a los ojos, sino que todo habrá de ser procesado por una “aplicación”, por un software de “mensajería”? ¿Ya no importan las nubes, los árboles, los rostros de los demás en las calles, las atmósferas o los sonidos de la naturaleza?

Ese universo cicatero de personas ensimismad­as en una suerte de vida paralela, desconecta­das del milagro de lo real, es absolutame­nte escalofria­nte. O sea, que de intentar mirar un crepúsculo ya ni hablamos. M

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