Desde otros lugares del mundo también se hace jazz
Aunque siempre se le ha supuesto minoritario, el género ha tenido presencia en la cultura del país sudamericano, dice la investigadora
Hacia mediados de los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado, la figura del musicólogo africanista Néstor Ortiz Oderigo fue muy importante en Argentina. Además de obras sobre folclore y música popular, fue uno de los primeros autores que publicó libros sobre jazz en español, como Estética del jazz, Historia del jazz y Perfiles del jazz.
Autora del libro Jazz argentino: la música “negra” del país “blanco” (Gourmet Musical), la investigadora Berenice Corti comenta en entrevista que en esa época “también se publicaban revistas especializadas y había gente que se dedicaba al estudio del jazz en general. Algunos de los primeros libros sobre jazz argentino deben haberse publicado hacia finales de los años 80o principios de los 90”.
Entre estas publicaciones, Corti cita Jazz criollo y otras yerbas, de Walter Thiers, “quien fue director de un festival muy importante que se llamó Mar del Jazz, y Memorias del jazz argentino, de Ricardo Risetti, que recogía entrevistas a músicos locales. En 1994 salió la primera edición de Jazz al Sur, historia de la música negra en la Argentina, de Sergio Pujol. Sí hay una tradición de libros sobre jazz, aunque hay muchos más sobre rock”.
La investigadora afirma que, “aunque siempre se le supuso minoritario, esta música ha tenido una presencia muy importante en la cultura argentina, y no solo en Buenos Aires, sino en todo el país. Y siempre con mucha relación con las músicas populares”.
Como dueña, hace muchos años, de un club de jazz, tuvo mucho trato con los músicos, lo que le permitía largas conversaciones.”Siempre era un tema recurrente: ¿cómo es que nosotros hacemos jazz acá en Argentina, además siendo blancos? A medida que iba estudiando un poco más me di cuenta de que esa relación era interesante, especialmente porque Argentina se haya querido construir a sí misma como una nación blanca”. ¿Esto se da en otros países de América Latina? No de la misma manera: existen discursos sobre imaginarios raciales. Por ejemplo, el caso de Brasil, con su mito de la nación mestiza, mezcla de tres razas. En Argentina también se ha pensado mucho en eso, pero desde la fundación de la nación la pretensión fue que estuviera poblada por la inmigración europea. Me parecía que valía la pena investigar sobre las características de esta relación ¿Por ejemplo? Por ejemplo: el músico negro era el músico otro. Al hacer esta música siempre era una relación extraña, porque decían: ¿cómo puede ser que yo sienta esta música siendo blanco? Pero, ¿qué quiere decir siendo blanco en la Argentina? ¿Siendo negro? ¿Cómo han recibido los músicos este libro? Hay de todo, pero supongo que los que no les ha gustado mucho no me lo han dicho. En un primer momento su recepción fue como de sorpresa: ¿qué clase de libro de jazz es éste que no cuenta una historia? Pero yo creo que la recepción ha sido muy buena, sobre todo entre los músicos más jóvenes. Al final es otra forma de contar la historia, porque es vista a través de la experiencia de los músicos. ¿Cómo es el jazz actual en Argentina? En el jazz argentino hay mucha diversidad de contenidos, de modos de hacer, de cruces con otras músicas. Hay quien quiere apegarse a la tradición, otros están más interesados en todo tipo de mezclas y gente involucrada en lo que se denomina jazz experimental. Dentro de estas opciones hay muchas variantes: en la tradición está quien se interesa por el estilo Nueva Orleans y otro por el bebop. Entre los que hacen mezcla hay quien se interesa por la música argentina popular y el que se encamina hacia la música argentina académica. ¿Se puede hablar de acento argentino? Cuando en el libro hablo de la idea de un jazz argentino, más que identificarlo por los elementos musicales, trato más bien de hablar de un proyecto estético y político, en el sentido de poder decir: desde otros lugares del mundo también se hace jazz. No estamos condenados a hacer solo una copia o una reversión de lo que se hace en el origen. Decir: “Existe un jazz argentino” tiene que ver con hablar de un jazz latinoamericano, mexicano o brasileño: su práctica existe, es muy prolífico, está en todos los países de la región y hay que reivindicarlo. m
Leí hace unos días que el sastre que confecciona la ropa del horrendo sujeto que dirige los destinos del pueblo estadunidense en calidad de presidente sufre lo indecible para hacer que algo le quede bien. Que tiene que hacer anchas y largas las mangas de los trajes, que tiene que aumentar las tallas de los sacos, hacer milagros con los hombros. Los sastres de la casa Brioni, con asiento en Italia, tiemblan cuando los llaman de la Casa Blanca para emprender una tarea que antes los llenaba de orgullo. No por nada la firma es una de las más prestigiadas del mundo y sus trajes más caros se cotizan a razón de unos 50 mil dólares cada uno más o menos. De modo que deberían ingeniárselas para hacer un trabajo de excelencia, es decir, ocultar del todo la obesidad de un presidente que ya carga sobre sus anchas espaldas demasiadas adversidades. Es el presidente más anciano en la historia de su país, se vale de evidentes implantes de cabello, echa mano de una buena cantidad de maquillaje, y por si fuera poco manifiesta una tendencia a la vida sedentaria y se atasca de hamburguesas, papitas fritas y refrescos de cola, de tal modo que anda por los 120 kilos.
Pero cuando las cosas se complican siempre hay un plan B a la mano. Para Brioni el reto de vestir al presidente estadunidense va en realidad contra sus principios en la medida en que la elegancia es una de sus prioridades fundamentales. Es por eso que han creado una línea exclusiva para Trump con productos más baratos, que pueden incluso ser adquiridos por 200 o 300 dólares a través de Amazon. Corbatas manufacturadas en China por obreros medio esclavizados, trajes hechos en México por costureras de la colonia Portales. Quizá Trump ni cuenta se ha dado. Después de todo, lo único que le importa es parecer más joven.
Chaparrín y barrigón, con los blancos cabellos cayendo sobre sus hombros, Georges de Paris ya no alcanzó a tomarle medidas a Trump para cortarle sus trajes, aunque es probable que el presidente estadunidense lo hubiera despedido de inmediato por su origen humilde, su nacionalidad francesa, su condición de migrante y su aspecto de alegre personaje palaciego. De Paris falleció a causa de un tumor cerebral hace poco más de dos años, en septiembre de 2015, a los 81. Durante 40 años confeccionó los trajes de ocho presidentes estadunidenses y se hizo cargo del vestuario de personalidades como Dominique Strauss-Kahn en sus tiempos al frente del Fondo Monetario Internacional, del ex presidente francés Nicolás Sarkozy, de Kofi Annan, el ex secretario general de Naciones Unidas, y de Tony Blair, ex primer ministro británico.
El sastre de altos vuelos se identificaba del todo con los valores de la cultura estadunidense, en particular con la leyenda del hombre exitoso forjado por sí mismo en medio de la adversidad. Nacido en Marsella, emigró a Estados Unidos en 1960 a los 27 con algunos conocimientos de costura. Estafado por la mujer con la que mantenía un romance quedó en la miseria y sin conocimientos del idioma suficientes para hallar un trabajo, de manera que vivió en la indigencia durante un tiempo, con domicilio en una casa móvil. Emprendió entonces pequeños trabajos de costura hasta que obtuvo las recomendaciones necesarias para acercarse a la Casa Blanca en tiempos de Lyndon Johnson, poco antes del asesinato de John F. Kennedy.
Por supuesto, de no haber muerto, De Paris se las habría visto negras para confeccionar los ropajes de un tipo tan vulgar, escasamente dotado de porte, como Trump. Y aunque presidentes como Ronald Reagan y George W. Bush se las ingeniaron para transitar por la mansión presidencial como vaqueros con el arma en la mano, desprovistos de porte y dispuestos a guerrear a la menor provocación, el sastre de origen francés los tenía como los más elegantes. En el extremo opuesto situaba a Bill Clinton, a quien describía como un mandatario frío y maleducado.
Cuando Obama llegó a la presidencia llamó al pintoresco De París para que se hiciera cargo de su vestuario. Tal vez el sastre supo interpretar en las ropas el estilo juvenil y relajado del primer presidente afroamericano, pero Obama parecía moverse en otra dirección. Tal vez quería mostrarse más elegante y formal, de manera que echó mano de los servicios de sastres más prestigiados, como los Brooks Brothers y Martin Greenfield, a un costo de unos 20 mil dólares por traje.
Trump no es de los que gastan mucho en trajes, aunque aplique los cargos al presupuesto federal. Quizá prefiera siempre invertir en equipos de golf antes que gastar en vestuario. Habrá que esperar la llegada de un nuevo presidente a la Casa Blanca para recuperar las buenas maneras. m