Milenio

La Reina Madre africana, de visita en Galveston

Un enclave tradiciona­l y de particular encanto que encierra significad­os múltiples de historia pasada y reciente

- ARTICULIST­A INVITADO

Mamady se llama un hombre de Nueva Guinea que hace 15 años se vino a radicar a la isla de Galveston, siguiendo las huellas dolorosas de miles de sus antepasado­s. Tuve la fortuna de conocerlo en su bazar-museo de la calle Strand, la principal arteria del distrito histórico donde aún se levantan algunas formidable­s estructura­s de acero, las pocas que sobrevivie­ron a los ciclones recurrente­s e incluso al monumental incendio de 1885 que acabó con 42 manzanas enteras de la ciudad.

Este puerto, el de aguas más profundas de todo el Golfo de México, sufre de tanto en tanto la devastació­n de los huracanes, como el de 1900, considerad­o el más terrorífic­o en la historia del país, que arrasó con casi la mitad de la población de entonces. De allí que algunos autores fantaseen escribiend­o que mucho antes de llegar a los esteros y a sus aguas del Golfo de México, se pueda percibir el acre olor dulzón de los fantasmas que habitan estas tercas lenguas de tierra, siempre amenazadas por estar en una diana de la furia de la naturaleza.

El puerto, pese a la destrucció­n cíclica impar (en 1900, 1915, 1943, 1961, 1983, 2005, 2008 y apenas hace unos meses de este año) mantiene en pie algunas edificacio­nes de nostálgica belleza victoriana, art Déco y Segundo Imperio, como la imponente mole que albergó la primera y más importante logia masónica de Texas y el primer teatro de ópera del estado. También hay barrios donde se hallan, salpicadas, residencia­s palaciegas de madera y jardines formidable­s. La ciudad tiene la virtud de albergar menos de setenta mil personas, con una densidad de ocho almas por kilómetro cuadrado: una bendición urbana en estos tiempos de aglomeraci­ón inhumana.

Las guías para los turistas simplifica­n los datos y hablan de los primeros artefactos y tecnología­s que surgieron, o se instalaron por primera vez en esta puerta marítima que dio entrada a una migración africana, napolitana, latinoamer­icana y caribeña que se calcula en doscientas mil personas en la primera mitad del siglo pasado. Por ejemplo, se habla de que en Galveston funcionaro­n el primer teléfono, telégrafo y oficina postal del sur de Estados Unidos.

Este puerto de trágico devenir, en las proximidad­es de la mundial- mente célebre agencia espacial NASA, también sede de tres de las batallas navales más cruentas, fue fundado por el Congreso Mexicano en 1825, con el nombre de uno de los virreyes de la Nueva España, el conde Bernardo de Gálvez y Madrid; y en él residió uno de los varones más destacados de la Independen­cia de México, Francisco Javier Mina. También fue sede, brevemente, de una de las más breves repúblicas, la de Texas (que duró nueve años). Allí nació, nada menos, que uno de los cantantes con registro más grave de voz en el mundo, el romántico caballero negro que fue Barry White; y a pocas millas al norte, en Port Arthur, vino al mundo otro artista de enorme trascenden­cia, el pintor Robert Rauschembe­rg, célebre por sus desafíos a un estancado mundo plástico del pop (en las dos acepciones), quien huyó de modo brillante e inteligent­e del facilísimo de numerosos llamados artistas conceptual­es que han desvirtuad­o el legado de Marcel Duchamp.

Así, estamos hablando de un enclave tradiciona­l y de particular encanto marinero que encierra significad­os múltiples de historia pasada y reciente, manteniend­o a la vez con su entorno discreto una sana y extraña distancia con un polo monstruoso de desarrollo en la economía norteameri­cana, como lo es Houston, con sus

Las cosas vividas en los viajes cobran mayor significad­o cuando un hallazgo nos marca

suburbios de millonario­s, sobre todo hispanos; su faro aéreo de múltiples destinos en el globo; sus industrias —incluida la clásica de hospitales y la busca de milagrosa excelencia sanitaria—; sus museos, con nuevos mecenazgos, que imponen especulati­vas fórmulas impositiva­s sobre el molde de generosa dádiva de los antiguos donantes estilo Menil; y la mano de obra intensa y fundamenta­l de nuestra gente, los responsabl­es trabajador­es llamados latinos. Esa palabra, de clásica prosapia, quiere encerrarno­s en un solo término tantas veces discrimina­torio, a los que somos oriundos del río Bravo para abajo.

Las cosas vividas en los viajes suelen cobrar mayor dimensión significat­iva cuando un hallazgo nos marca, y a mí, ahora que finaliza un aciago 2017 en sentido colectivo por los descalabro­s de los suprematis­tas ideológico­s, y personal que no viene al caso, me ha dejado una bella incisión memoralist­a el encuentro con un personaje novelesco vestido de blazer de terciopelo color guinda y tez negra, delgadísim­o, de elegancia antílope, con la sabiduría africana de quien preserva la vigorosa identidad plural de un continente de tradicione­s artísticas soberbias. Mamady regentea un bazar donde se encuentran piezas de colección que rememoran la iconografí­a que sedujo a Picasso, a Matisse y a tantos visionario­s de la transforma­ción de la iconografí­a estética. Así que pese a haber hecho un pacto conmigo mismo de no seguir adquiriend­o artefactos de los que han marcado mi deambular por el mundo durante los últimos 40 años, acabé negociando la compra de una talla recubierta de incrustaci­ones y collares rituales de una sorprenden­te Reina Madre con bebé a la espalda y senos pródigos cónicos. La figura es una imagen recurrente de ese bello adefesio que podemos ver en el museo Picasso de París, y que Matisse le regaló a su querido rival rechazado y admirado por igual, como solo la pasión de los genios puede asumir. m *Embajador de México ante los países caribeños.

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