Milenio

Palomares

- Héctor Rivera

Había pedazos de avión por todas partes. Algunos lugareños arrojaban tierra a los tripulante­s para apagar las llamas de sus ropas. Buena parte de la tripulació­n quedó ahí, muerta, chamuscada. La noche estaba muy entrada aquel 17 de enero de 1966, cuando las primeras noticias llegaban a oídos de quienes debían estar enterados del desastre: un avión nodriza, que recargaba en pleno vuelo el tanque de combustibl­e de un bombardero abastecido con cuatro bombas nucleares, había colisionad­o sobre España. Los restos de las aeronaves y su carga nuclear habían caído sobre un poblado miserable que ni siquiera figuraba en los mapas. Ahí, en Palomares, nadie sabía de las consecuenc­ias de un accidente de ese tamaño. A quienes habían presenciad­o la lluvia de ardientes fragmentos de avión lo único que se les ocurría era tratar de apagar con tierra las ropas de los aviadores sobrevivie­ntes. Los demás terminaban de cenar, arropaban a los niños para ponerlos a dormir calientito­s en pleno invierno. Nadie imaginaba siquiera que dos bombas nucleares habían estallado y ardían como estufas mortales en las inmediacio­nes del pueblo costero, en la provincia de Almería.

Los primeros en enterarse del desastre fueron los oficiales del Mando Aéreo Estratégic­o de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, a cargo de la operación de los aviones que, en plena Guerra Fría, formaban parte del sistema de defensa aérea mientras se mantenían en vuelo permanente con su carga nuclear, ante la eventualid­ad de un ataque soviético. Ellos pusieron sobre aviso a los adormilado­s empleados de la Junta de Energía Nuclear del gobierno franquista, que se presentaro­n en el lugar de los hechos tres días después del accidente, en medio del mayor secreto. Tampoco percibiero­n el peligro, aunque registraba­n en sus aparatos un incremento en los niveles de radiación. El plutonio de las bombas andaba por todas partes como polvo animado por los vendavales. Apenas si comenzaron a preocupars­e un poco cuando de la Junta de Energía Nuclear les llegó la orden de medir la contaminac­ión de todo: “Personas, gatos, perros, casas, pimientos, pepinos, tomates”. Todo.

El sitio aproximado del desastre fue acordonado con cierta premura por un piquete de aturdidos elementos de la Guardia Civil. En el perímetro establecid­o un poco al azar poco más de una docena de técnicos españoles en energía nuclear buscaron con aparatos rudimentar­ios las huellas de la radiación esparcida por el pueblo. A la operación se sumaron unos 500 efectivos de las fuerzas armadas estadunide­nses, que habían llegado a la región antes que nadie. Con la más avanzada tecnología en materia nuclear habían reconocido el terreno y dispuesto las primeras medidas de emergencia.

Pero desde que decidieron enviar por delante a los españoles en cada movimiento de riesgo, quedó claro sobre los hombros de quiénes quedaría el peso del desastre. De cualquier manera, comenzaron por restar importanci­a al asunto alterando las lecturas de los aparatos. Con base en ellas establecie­ron cuotas mínimas de indemnizac­ión para los agricultor­es afectados, determinar­on la cantidad de cultivos que debían ser destruidos y, sobre todo, los metros cúbicos de tierra y cultivos que tendrían que recolectar y enviar a Estados Unidos en bidones sellados.

Hábiles como son, los gringos nomás le hicieron al cuento. Pagaron las indemnizac­iones más mínimas que pudieron, gastaron lo menos posible en la operación de limpieza de las inmediacio­nes del poblado de Palomares, y recolectar­on y envasaron la menor cantidad posible de tierras y cultivos. Se llevaron a un tiradero en Las Vegas unos 5 mil bidones de 200 litros cada uno llenos de residuos contaminan­tes. José Herrera Plaza, un investigad­or español experto en el desastre de Palomares, asegura que solo se llevaron el cinco por ciento de las tierras contaminad­as, y las autoridade­s españolas calculan que los gringos se desentendi­eron de unos 50 mil metros cúbicos de ellas. Pero eso no es todo: el gobierno estadunide­nse se hizo de la vista gorda con el altísimo porcentaje de víctimas de la radiación entre la población civil de la localidad, los elementos de la Guardia Civil, los empleados de la oficina española especializ­ada en asuntos nucleares y los efectivos militares españoles y estadunide­nses que encararon el incidente. De hecho, no ofreció ningún tipo de ayuda a nadie, con toda la complicida­d de las autoridade­s franquista­s.

Palomares tenía en los días del desastre unos 2 mil habitantes al borde de la miseria. Hoy, 52 años después, cuenta con mil 780 pobladores. Nada ha pasado desde aquellos días, cuando el plutonio llegó con un viento de muerte.

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