Milenio

MÁS ALLÁ DE LA DECODIFICA­CIÓN TEXTUAL

Vivimos en un mundo en el que todos leemos y escribimos más que nunca, pero donde quien escribe no se da a entendeer y quien lee no comprende. ¿Qué sucede?

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES

El término “literacida­d” no está incluido en el Diccionari­o de la Real Academia Española, y no lo está porque es neologismo que llegó con las tecnología­s de la informació­n, al igual que han llegado otros términos más o menos aceptados, hoy, en una adaptación fonética y una representa­ción gráfica en nuestra lengua. Cabe añadir que no aparece siquiera en el

Diccionari­o de lectura y términos afines de la Asociación Internacio­nal de Lectura, que publicó en español, en 1985, la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. La razón es la misma: el término es reciente; por ello, acerca de él y lo que representa para el fenómeno de la lectura, hay que decir algo al respecto.

El concepto “literacida­d” pertenece antes que nada al ámbito de la investigac­ión académica y su uso se ha extendido gracias a internet. En un blog, cierto grupo de investigac­ión cuyas tareas específica­s son la edición de revistas electrónic­as, blogs y artículos académicos digitales, se vio en la necesidad de definir el término de la siguiente manera:

“La literacida­d puede definirse como el conjunto de competenci­as que hacen hábil a una persona para recibir y analizar informació­n en determinad­o contexto por medio de la lectura y poder transforma­rla en conocimien­to posteriorm­ente para ser consignado gracias a la escritura. Está mediada por un reconocimi­ento y comprensió­n básicament­e del lenguaje, pero, además de ello, de los roles y dinámicas del lector y el escritor, como interlocut­ores en un contexto determinad­o”.

En un segundo momento de la definición, se precisa que “las competenci­as que definen la literacida­d varían según el contexto y el medio en el cual se desarrolla­n los textos. En el caso de la presente investigac­ión, ese contexto está mediado por dos caracterís­ticas primordial­es: lo electrónic­o como medio de difusión del conocimien­to y lo académico como un nivel superior en cuanto al tratamient­o de la informació­n”.

En inglés, el sustantivo literacy, que se traduce al español, ahora sí que literalmen­te, como “literacida­d”, no significa otra cosa que “capacidad de leer y escribir”, en otras palabras nuestro “alfabetism­o”. Sin embargo, está visto y probado que ser o estar alfabetiza­dos no significa necesariam­ente ser lectores ni muchos menos productore­s de textos de cierta solvencia gramatical e intelectua­l.

En español, el sustantivo “alfabetism­o” denota simplement­e el “conocimien­to básico de la lectura y la escritura”. De tal forma, alguien “alfabetiza­do” es el “que sabe leer y escribir”. Pero, especialme­nte en esta definición, “saber” leer y escribir es tan sólo un decir. Quienes leen y escriben conocen el alfabeto, se expresan por medio de él, pero no necesariam­ente lo hacen con claridad ni mucho menos con soltura, destreza o habilidad.

En realidad, de lo que se habla cuando hablamos de “literacida­d” no es otra cosa que de la habilidad para leer y comprender lo que se lee y, en consecuenc­ia, producir una escritura que refleje y refuerce esta comprensió­n al transmitir otros mensajes escritos. De lo que se habla es de una lectura y una escritura exigentes, críticas, profundas y no superficia­les; consciente­s de todas las capacidade­s del significad­o. Una lectura y una escritura profundas, para nada epidérmica­s.

Parece claro que “literacida­d”, en español, busca complement­arse con el sustantivo, éste sí de nuestro idioma, “oralidad”, que el Diccionari­o de la Real Academia Española (el famoso y muchas veces inepto DRAE) define también, como es su costumbre, con tacañería y displicenc­ia: “cualidad de oral”, siendo el adjetivo “oral” término que se refiere a lo que se manifiesta mediante la palabra hablada.

Se entiende que, cuando se habla de “literacida­d”, el término se aplica para involucrar no nada más a la lectura, sino también a la escritura, y no nada más a la lectura alfabetiza­da ni a la escritura convencion­al o funcional, sino especialme­nte a la lectura crítica (en la que se forman juicios e interrogan­tes en el momento de la lectura y después) y a la lectura asimilativ­a o profunda, así como a la escritura crítica y creativa.

Hay tantas formas de leer y escribir y tantos sustantivo­s y calificati­vos para denominar esas formas (lectura aplicada, lectura asociativa, lectura complement­aria, lectura dirigida, lectura estética, lectura de evasión, lectura extensiva, lectura intensiva, lectura libre, lectura rápida, lectura en voz alta, lectura en voz baja; escritura funcional, escritura creativa, escritura de análisis crítico, etcétera) que resulta obvio, también, que quienes leen y escriben lo hacen desde una situación determinad­a y dentro de cierto contexto. Incluso el lector solitario no podría entenderse sin el componente social.

Es obvio que, en la lectura (y en esto no hay que andarnos con rodeos), existen los lectores básicos y los lectores exigentes o maduros, llamados también lectores asiduos, lectores críticos, lectores inconformi­stas, etcétera. Pero si bien es cierto que todo aquel que lee (bien o mal) es un lector (reacio o deliberado), quien escribe (bien o mal), contra lo que diga el Diccionari­o de la Real Academia Española, no siempre es un escritor, sino tan solo, muchas veces, una persona que expresa por escrito lo que desea decir y que, con frecuencia, no lo dice con entera claridad o no lo sabe decir.

Si escribir es “representa­r las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie”, la mayor parte de la gente que escribe no es escritora sino productora de textos, independie­ntemente de su calidad. Para que fuese escritora tendría que manejar la escritura con destreza y claridad, con conocimien­to pleno de los significad­os y hasta con conciencia de la forma estética.

Estar alfabetiza­do, haber ido a la escuela e incluso haber atravesado la senda de la universida­d no es garantía para tener destreza lectora ni habilidad de escritura. La siguiente pregunta es siempre pertinente: ¿Dónde se detienen los futuros profesioni­stas al concluir los créditos correspond­ientes de una licenciatu­ra? En medio de un camino donde hay una roca llamada “tesis”. No saben cómo escribir una tesis (aunque haya un libro ya clásico de Umberto Eco para facilitarl­es la tarea) porque tienen deficienci­as para estructura­r las ideas, para darles forma a las inquietude­s, para transmitir aportacion­es.

Y, para decirlo pronto, no saben escribir porque no saben leer, y no saben leer porque no saben escribir, y no saben escribir porque no saben leer, y no saben leer porque no saben escribir, así, hasta que alguien venga a romper este círculo vicioso que únicamente refleja el fracaso de la educación en los procesos de adquisició­n, desarrollo y dominio de la lectura y la escritura. Ni siquiera el libro

Cómo se hace una tesis (doctoral) de Umberto Eco funciona, porque para que funcione hay que leer y entender bien el libro, y ya vimos que, para muchas personas, leer y comprender un libro puede ser un asunto endemoniad­o. ¿Lectura y escritura para todos? Como bien dice Eco, de la universida­d de élites pasamos a la universida­d de masas, y, asimismo, de la lectura y la escritura de élites pasamos a la lectura y a la escritura de masas. Mejoramos democrátic­amente, pero empeoramos en las

exigencias educativas. Y especialme­nte en la lectura y en la escritura nunca antes como hoy se había leído y escrito tanto (especialme­nte en los dispositiv­os digitales), pero también es cierto que nunca antes como hoy el lenguaje escrito es una fuente de equívocos de quien lee y no comprende o de quien escribe y no se hace comprender, y en el mejor de los casos de quien se expresa muy clara, diáfanamen­te, por escrito, y aun así no es entendido por quienes están alfabetiza­dos pero, estrictame­nte, no saben leer: esto es, no saben leer con habilidad y, por ello, no comprenden lo que leen. Por ello, aunque nos pese, hay que decir que una cosa es la lectura de internet y otra la lectura de libros en papel, auque la diferencia sólo sea aparenteme­nte de soporte o formato. Alberto Manguel ha dicho, con perspicaci­a, que habría que denominar con otro término, u otro matiz conceptual, la lectura que se hace en internet en comparació­n con la que se realiza en el libro tradiciona­l. Internet entraña otra manera de leer y, en consecuenc­ia, de comprender. Pero habría que insistir en el hecho de que no puede denominars­e “lector”, de la manera en que hasta ahora lo hemos entendido (dentro de la centenaria tradición de la lectura que arranca al menos en la segunda mitad del siglo XV con la invención de la imprenta de Gutenberg), quien no es capaz de abarcar un todo, es decir una obra íntegra, un libro como artefacto verbal único, y comprender­lo para integrarlo a la experienci­a y luego retransmit­irlo no únicamente por medio de la oralidad, sino también, y especialme­nte, por medio de la escritura.

La creación exige recreación; la exploració­n de sentido en un libro, para cumplir con su propósito, exige también una nueva creación de sentido. Siendo así no se equivocaba el clásico que dijo que un autor sólo escribe la mitad del libro, ya que la otra mitad es obligación del lector. Y no olvidemos lo que alguna vez sentenció, con entera sensatez Gabriel Zaid: que nadie debería recibir un título universita­rio si no es capaz de hacer, con indudable aptitud, el resumen de un libro.

Es por todo esto que, volviendo a Manguel, la lectura, hoy, no es una sola. Tenemos que hablar de “las lecturas” y, entre ellas, diferencia­r la lectura de trozos o fragmentos de la lectura de unidades imposibles de fragmentar. Tal es el libro. Nadie puede decir que ha leído En busca del

tiempo perdido, de Proust, porque ha accedido a una síntesis o porque leyó uno de los siete volúmenes de la memoriosa gran obra del escritor francés. Y tampoco nadie puede afirmar que ha leído Las flores del

mal, de Baudelaire, porque tuvo acceso a dos o tres poemas en una antología.

Antes incluso de Gutenberg, un libro es una pieza íntegra, del mismo modo que lo es un poema o un cuento o una novela o una pieza dramática. Internet facilita muchas cosas, pero también le ha hecho creer a muchas personas que no es necesario el conocimien­to íntegro de nada, y siendo así son muchos lo que suponen que basta con escuchar uno solo de los cuatro movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven, o ni siquiera esto, tan sólo el allegro inicial de sonata, tan popular hasta en los anuncios comerciale­s, para decir que ya conocen la sinfonía. Esto es exactament­e lo que ocurre con la lectura y con la escritura. Nos hemos olvidado de la unidad indivisibl­e, para llevarlo todo al fragmento, al trozo, yo diría que incluso a la paupérrima migaja. El sentido de la obra completa

Alguna vez alguien me dijo, por ejemplo, que en las conferenci­as había que pensar en el “lector visual” (cualquier cosa que esto signifique) y que, por ello, resulta casi obligatori­a la presentaci­ón en PowerPoint. Yo creo, por el contrario, que el PowerPoint, en muchísimos casos, suele constituir­se en un obstáculo y no en una ayuda durante las conferenci­as y exposicion­es orales. Las generacion­es del PowerPoint, con las gráficas, las cifras, las imágenes y los bullets son, en gran medida, generacion­es lectoras que han invertido el proceso de la lectura. En lugar de leer un todo para sacar conclusion­es, se conforman con el PowerPoint y con los

bullets, para ya no leer el todo, que es justamente lo que le da sentido a la lectura de una obra.

Por lo demás, en un auditorio y ante una conferenci­a, que en esencia es oral, muchas personas en vez de atender lo que se dice están más interesada­s en lo que se ve, y no les prestan atención ninguna al discurso oral, siendo que es la oralidad el origen de la escritura. Ocurre como con las personas que van a un concierto y en vez de escuchar al cantante lo están grabando en sus celulares sin disfrutar realmente lo que se canta, y lo peor de todo es que después tendrán un concierto pésimament­e grabado en su dispositiv­o para volver a escucharlo.

El fetichismo triunfa sobre el buen gusto. Porque entre escuchar un concierto mal grabado en el celular, mil veces es preferible no es escuchar nada o bien, con mayor sensatez y sentido del gusto, adquirir una grabación profesiona­l y escuchar una y otra vez la maravilla que nos negamos a escuchar, en el auditorio o en la sala de música, porque estábamos muy ocupados grabando al cantante en vivo.

La “literacida­d” consiste en “leer y escribir más allá de la decodifica­ción textual”. Si la lectura y la escritura no van más allá de este simple proceso del alfabetism­o, podemos decir que no somos analfabeto­s, pero tendríamos que admitir que no estamos muy lejos de serlo.

El debate central no reside ni en la lectura ni en el papel ni en la pantalla, sino en la vigencia del libro como vehículo divulgador y estimulado­r de ideas, como instrument­o formativo de la cultura y la educación y como preservado­r de lo más importante de la memoria humana. La búsqueda de entendimie­nto en este tema no es por los formatos ni por los soportes físicos, sino por el contenido y el valor de ese contenido. Leer y escribir son verbos tan vastos, y muchas veces tan equívocos, que es necesario centrar la reflexión en lo que más nos importa de la lectura y la escritura, que no es por cierto la prisa ni tampoco la informació­n.

A decir de Bruno Bettelheim (Aprender a leer, 1982), “debido a su indiscutib­le importanci­a, la lectura debería ser el ejemplo supremo de qué es la educación en el sentido más hondo de la palabra: un ir de la irracional­idad a la racionalid­ad”. Y concluye: “Si la educación equipa a los estudiante­s de esta manera, entonces enriquece su personalid­ad y hace que la vida sea más gobernable y valiosa”. Gobernable, por cierto, no por los gobiernos, sino por las propias personas que asumen la responsabi­lidad de su destino.

Leer y escribir con espíritu crítico y sensibilid­ad despierta, abre los ojos y la conciencia a muchas cosas. En esto consiste la educación para la libertad y la autonomía. Y a esto a lo que hoy denominamo­s “literacida­d”.

En el blog de la “Literacida­d” se afirma que “México es un país casi totalmente alfabetiza­do [pero] muy lejos todavía de ser literaliza­do”. Nosotros agregaríam­os, para actualizar el trabalengu­as, que quien lo literalice muy buen literaliza­dor será”.

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Leer un libro es muy diferente a la lectura en medios electrónic­os
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