DRAMATURGIA Y DERECHOS DE AUTOR /I
Cuando nací al teatro desde la escritura dramática, hace ya 30 años, el contexto era muy diferente al que enfrentan hoy mis jóvenes colegas. Mi generación fue de las últimas en creer y tener un gran maestro detrás de uno para ser validado, respaldado, catapultado. Si no pertenecías al taller de Emilio Carballido, Hugo Argüelles, Luisa Josefina Hernández (sus clases en la UNAM) o Vicente Leñero, prácticamente no eras nadie, no tenías tierra, pertenencia. Luego vendrían los talleres de Jesús González Dávila, Miguel Ángel Tenorio, Gerardo Velázquez y otros de aquellos englobados en el movimiento de la Nueva Dramaturgia Mexicana, hijos de los Maestros. Éstos, con menos deseos de pedestal, fueron más flexibles, me parece; menos dados a que se les deificara.
Al parecer, para mi generación (Estela Leñero, Luis Mario Moncada, David Olguín, etcétera) ya no fue una necesidad convertirse en gurús, y sostuvimos talleres acéfalos en donde nos reuníamos colegas a leernos textos para despedazarlos con las precarias herramientas teóricas y técnicas que llegaban de vez en vez, en fotocopias deslavadas. Por supuesto, los textos de Aristóteles, Rodolfo Usigli, Luisa Josefina Hernández, Enrique Buenaventura, John Howard Lawson y Eric Bentley eran como biblias que se devoraban y defendían. Por ello prevaleció la teoría genérico-estilística (que hoy importa tres cacahuates) por décadas. Muy pocos libros renovadores llegaban a nosotros, algunos pocos de teoría del guion cinematográfico.
A nuestros predecesores les tocó el pleito a muerte entre dramaturgos y directores de escena. Éstos últimos, empoderados desde fines de la década de los 60, ignoraron la dramaturgia nacional por el advenimiento de la figura del directorcreador. Así, era pecado mortal aspirar a dramaturgo y al mismo tiempo admirar a Héctor Mendoza, Luis de Tavira, Ludwik Margules y Julio Castillo. Mucho costó tal conflicto a los escritores de la Nueva Dramaturgia. Sobrevivir en un contexto tan hostil fue un acto de resistencia y al final habrían de terminar algunos como González Dávila, Rascón Banda y el propio Leñero, haciendo mancuernas con algunos de aquellos directores-enemigos.
Llegar a escena, tener un estreno en los circuitos oficiales “de prestigio cultural” era un absoluto milagro. Salvo autores como Óscar Liera y Felipe Santander, que dirigían sus propias obras, el logro de llegar a escena era eventual y ello produjo mucha frustración. Muchos dramaturgos optaban por no cobrar derechos autorales con tal de que se les montara. El chiste era llegar a escena aunque fuese regalando las regalías. m