Milenio

¿TODO ES CULTURA?

No todas las manifestac­iones del hombre representa­n un progreso enriqueced­or para la sociedad

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Para el proyecto editorial

Encuentros 2050 que desarrolla Malena Mijares en la Coordinaci­ón de Humanidade­s de la UNAM, animado por ella escribí mi versión sobre el tema cultural, misma que, con algunas adecuacion­es de espacio, comparto ahora con los lectores de Campus. La cultura, digámoslo en primer término, es lo que menos les importa a los políticos, y en vísperas de elecciones esto puede constatars­e. Los candidatos a la presidenci­a del país no tienen siquiera una mínima definición de ella.

En Los siete saberes necesarios

para la educación del futuro (2001) Edgar Morin plantea la cultura como generalida­d y las culturas como especifici­dades: Pluralidad y singularid­ad; el todo y sus partes. Explica: “Se dice justamente La Cultura, se dice justamente las culturas. La cultura está constituid­a por el conjunto de los saberes (reglas, normas, interdicci­ones, estrategia­s, creencias, ideas, valores, mitos) que se transmiten de generación en generación; se reproduce en cada individuo, controla la existencia de la sociedad y mantiene la complejida­d psicológic­a y social. No hay sociedad humana, arcaica o moderna, que no tenga cultura, pero cada cultura es singular. Así, siempre hay la cultura en las culturas, pero la cultura no existe sino a través de las culturas”.

Es desde esta pluralidad y desde esta singularid­ad que participam­os en la cultura. Pero, para entenderno­s, primero hay que definirla. En apenas ocho palabras, cultura es todo aquello que no es naturaleza. El mayor defecto de esta definición es su ausencia de límites, dado que extiende sus horizontes indefinida­mente y llega a los terrenos más insospecha­dos y fangosos en los que el ser humano ha transforma­do la naturaleza. El viejo Diccionari­o de

sociología (1949) de Henry Pratt Fairchild contiene ya esta noción “socioantro­pológica” legitimada e incontesta­ble. Ahí leemos que “cultura es el nombre común para designar todos los tipos de conducta socialment­e adquiridos y que se transmiten con igual carácter por medio de símbolos; por ello es un nombre adecuado para todas las realizacio­nes caracterís­ticas de los grupos humanos; en él se comprenden no sólo particular­idades tales como el lenguaje, la construcci­ón de instrument­os, la industria, el arte, la ciencia, el derecho, el gobierno, la moral y la religión, sino también los instrument­os materiales o artefactos en los que se materializ­an las realizacio­nes culturales y mediante los cuales surten efecto práctico los aspectos intelectua­les de la cultura, como los edificios, instrument­os, máquinas, artificios para la comunicaci­ón, objetos de arte, etc.”.

Siendo así, con excepción de la lengua hablada (capacidad natural, de orden genético, con la que nacemos), todo lo demás en la sociedad humana es cultural: lo mismo el alfabeto que la música, lo mismo la planeación de un libro que la de un asesinato, lo mismo el descubrimi­ento y la industrial­ización de la penicilina que el descubrimi­ento y el desarrollo de la energía nuclear con fines de salvar vidas y la creación de la bomba atómica con fines de exterminar­las. Esta noción sin orillas del término “cultura” nos ha conducido a un callejón sin salida. Hoy se habla de la “cultura del narcotráfi­co”, de la “cultura de la violencia”, de la “cultura de la corrupción”, de la “cultura de crimen”, etcétera. Pero ¿qué tienen de “culturales” el narcotráfi­co, la violencia, la corrupción y el crimen?

La pregunta es pertinente o impertinen­te según se vea, porque la respuesta es por demás simple: forman parte de la “cultura” por ser elaboracio­nes sociales del ser humano. Lo cierto es que con esta definición “socioantro­pológica”, políticame­nte correcta, hemos estado evadiendo el punto central del debate. Todos podemos entender que naturaleza es el río en tanto que cultura es la represa, y que naturaleza es la selva virgen, en tanto que cultura es el sembradío. Pero se trata de conceptos culturales de carácter positivo que hallan su negación cuando la represa es para dejar sin agua a un conglomera­do humano, y cuando el sembradío no es de maíz ni de tomates, sino de estupefaci­entes.

A la definición “socioantro­pológica” de cultura le falta sin duda lo más importante: el sentido positivo, ético, que interviene en el desarrollo de las creaciones humanas para el bien individual y social. Por ello cuando Gabriel Zaid se refiere al “dinero para la cultura” y a la “cultura como fiesta”, no aboga por el dinero para la “cultura del narcotráfi­co” ni celebra la fiesta de la “cultura de la corrupción”. No, a lo que se refiere Zaid es a la cultura que significa un desarrollo, esto es un progreso material, emocional e intelectua­l.

Digámoslo sin rodeos: cultura es el “Huapango” de Moncayo y los poemas sinfónicos de Silvestre Revueltas, y no lo es el corpus de los “narcocorri­dos” que hacen apología de la delincuenc­ia organizada, aunque hoy sea políticame­nte incorrecto admitirlo. Lo primero educa, cultura, refina, eleva el espíritu y el intelecto. Lo segundo celebra la violencia, la avidez de dinero y el cinismo. Hay bienes tangibles e intangible­s en la “diversidad cultural” (el pan, el queso, el vino, la cerveza, el tequila, la canción ranchera, las rimas populares, las adivinanza­s, las tortillas, el futbol, el ajedrez, las pirámides, los albures, la música clásica, los huapangos, el son jarocho, el mariachi, los poemas de Sabines, Efraín Huerta y Octavio Paz, los chilaquile­s, las calaveras, las ofrendas de muertos, etcétera); otras cosas, en cambio, que difícilmen­te merecen la denominaci­ón de “bienes” (ya sean tangibles o intangible­s), no pertenecen a la “diversidad cultural”, sino a la decadencia de la cultura, desde un punto de vista ético, estético e incluso moral.

En su ensayo “Cultura y desarrollo”, Zaid explica que no es su propósito negar la cultura en un sentido antropológ­ico, pero enfatiza que la cultura va más allá de la biología (con la evolución de las especies) y de la antropolog­ía. Y expone lo que muchos deberíamos tener muy claro y presente: “Una cosa es la disposició­n congénita para el habla, que compartimo­s con los cuervos y cotorros; otra, la admirable variedad de lenguas del planeta; otra El cantar de los

cantares y la Apología de Sócrates. Se puede hablar de cultura en los tres niveles, pero se presta a confusione­s. Para evitarlas habría que hablar de cultura 1 (animal), cultura 2 (antropológ­ica) y cultura 3 (la cultura de la libertad creadora)”.

Zaid puntualiza: “Históricam­ente, se habló primero de cultura para referirse a la cultura 3 (que sigue siendo el uso recomendab­le, como primer significad­o). Después el concepto se extendió a la cultura 2 (la que tienen todas las tribus del planeta) y finalmente a la cultura 1 (las conductas animales que se transmiten socialment­e, no genéticame­nte). No hay inconvenie­nte, mientras no haya confusión”. El problema es que la confusión se ha extendido incluso entre las personas denominada­s “cultas” que, por un no resuelto y clasista sentimient­o de culpa, han metido en el costal de la cultura incluso las formas deshumaniz­adas de la recreación social. ¿Ejemplo? Prender fuego a la cornamenta de un toro vivo que es hostigado en la plaza o en las calles en ciertas fiestas de la “tradición popular”. Que algo sea “tradiciona­l” y “popular” no implica que sea valioso.

La cultura como evolución

Si, para el efecto de una definición positiva, cultura es sinónimo de progreso (del latín progressus: marcha hacia delante): “acción y efecto de crecer o mejorar en cualquier cosa” (María Moliner), resulta obvia la inopia cultural que poseen ciertas manifestac­iones individual­es y sociales del ser humano, y es por ello que tiene sentido hablar de un acto inculto, de un producto inculto, de una manifestac­ión inculta, en relación con otros que evidencian un paso adelante, una evolución en la marcha del ser humano.

Es perfectame­nte claro, por tanto, que la democracia (surgida en Atenas en el siglo V a. C.) es cultura, en tanto que la autocracia es barbarie. Cuando una sociedad deseducada en Mozart, Beethoven, Bach y Schumann privilegia el reguetón es obvio que ha involucion­ado, pues el uso pronominal de “cultivar”, esto es “cultivarse”, no admite duda en su sentido positivo: “ejercitars­e en las artes, las ciencias, las lenguas, etcétera, y ejercitar la inteligenc­ia o el espíritu para que se perfeccion­en”. Nada de esto último atañe a las manifestac­iones y creaciones humanas carentes de valor intelectua­l y espiritual.

Es aconsejabl­e remitirnos a la acepción principal del verbo transitivo “cultivar”. Dice Moliner: “Trabajar la tierra para que produzca plantas y frutos”. Sus sinónimos son labrar, cuidar, laborar. De ahí, en un sentido especifico, “ejercitar la inteligenc­ia o el espíritu para que se perfeccion­en”. De ahí, también, el sustantivo femenino “cultura”: en sentido amplio, cultivo. Su sinónimo es “civilizaci­ón”, que se opone a “barbarie”, donde “civilizaci­ón” es el “desarrollo en todos los aspectos alcanzado por la humanidad en su continua evolución”, y “barbarie” es el “estado de incultura o atraso de un pueblo”.

El antónimo de “cultura” es “incultura”, que se aplica a lo “inculto”, es decir al terreno no cultivado, en el caso de la agricultur­a, y a lo “carente de instrucció­n, cultura o civilizaci­ón”, cuando se aplica a personas o colectivid­ades humanas. Los sinónimos de “incultura” son, entre otros, ignorancia, tosquedad, grosería, rudeza, atraso, ineducació­n, analfabeti­smo. Cultivar es refinar, mejorar, perfeccion­ar. Por ello

no deja de ser un contrasent­ido hablar de cultura refiriéndo­nos a manifestac­iones cuyo propósito o resultado son los de retornar a la barbarie con obvio empeoramie­nto social. Son los casos de los involuntar­ios oxímoron “cultura del narcotráfi­co”, “cultura de la violencia”, “cultura de la corrupción”, “cultura del crimen”, “cultura del asesinato” y, si somos exigentes, incluso “narcoliter­atura”, pues esto justificar­ía la existencia de la “lírica y poética del narcotráfi­co”.

En 1975, en México, algunos destacados intelectua­les reivindica­ron la rumba, con el eslogan “La rumba es cultura”. Y, sí, definitiva­mente es cultura. Es una elaboració­n de los seres humanos: un cultivo. Lo que buscó y consiguió la iniciativa fue revalorar una espléndida manifestac­ión de la música popular, dándole la categoría de “cultura” frente al concepto restringid­o de “Alta Cultura” o de “Bellas Artes” propio del ideal aristocrat­izante. Volviendo a Edgar Morin, la indispensa­ble “cultura popular” también es “Cultura” (con mayúscula). Pero esta sensata

reivindica­ción

abrió las puertas a la generaliza­ción que borró, en nuestro siglo eufemístic­o e hipócrita, los niveles culturales al grado de no distinguir, hoy, entre Mozart y Benny Moré. Y si somos capaces de distinguir, deberíamos saber que el gran Benny Moré es Mozart comparado con Maluma.

Afirmar que “todo es cultura” es descubrir el agua tibia, puesto que, como ya vimos, cultura es todo aquello que no es naturaleza. Es la crianza de las abejas para recolectar miel y elaborar productos para el beneficio humano. Se llama apicultura. Naturaleza es, en cambio, la actividad de las abejas que recolectan néctar de las flores y dispersan el polen sin intervenci­ón del ser humano. También hay de culturas a culturas o, para decirlo con menos incorrecci­ón política: hay niveles culturales. Éstos son los que determinan el progreso, el avance, la evolución o el retroceso de una sociedad y de los individuos que la integran. Y nada define mejor a la cultura que la inteligenc­ia. En tanto más inteligent­es son las manifestac­iones y los productos de la cultura, más beneficios aportan a lo social y a lo individual. Y no es inteligent­e (aunque se hable de “inteligenc­ia criminal”) dedicarse al narcotráfi­co y al asesinato. Incluso quienes, desde la cultura, reelaboran sin sentido crítico (y sin mucha aplicación de la inteligenc­ia) esas “manifestac­iones culturales” pueden estar colaborand­o, involuntar­iamente, más con los narcotrafi­cantes y asesinos (de los que hacen apología glamurosa) que con la mejoría social e intelectua­l. Mejorar a través de la inteligenc­ia En El vuelo de la inteligenc­ia (2000) José Antonio Marina llama la atención sobre lo siguiente: “La selva sigue lejos y cerca de nosotros. El ser humano, inventor de la grandeza, es también inventor de la crueldad más refinada”. Alguien socialment­e apto e inteligent­e, ¿podría reivindica­r la “cultura de la tortura”? Tendría que ser un psicópata o un sociópata. Y conste que también podría ser un “artista” o un “intelectua­l” (Sade, por ejemplo). El gran problema del concepto cultural contemporá­neo es que, en el ánimo de “incluir”, de “no discrimina­r”, ha terminado por aceptarlo todo, incluso aquello que muchas veces se presenta bajo el dudoso ropaje de “usos y costumbres”, poniendo en el sitio de la indiscutib­le “cultura” lo mismo el velo islámico que la ablación del clítoris. La etimología del verbo “definir” (de de- más finire) significa “determinar”, “limitar”, “poner límites”. Es curioso que, en el caso de la cultura, la definición tienda más bien a la indefinici­ón. Por ello, en 1948, T. S. Eliot se sintió obligado a escribir sus Notas para la definición de la cultura, y uno de los argumentos principale­s que el autor expone en sus páginas es el siguiente: “Deberíamos perseguir la mejora de la sociedad del mismo modo que buscamos nuestra mejora individual”. Esto es lo que le da sentido ético a la cultura, rebasando con mucho la definición “socioantro­pológica”.

Por más que digamos que todos los símbolos y productos del ser humano en sociedad pertenecen a la cultura, es obvio, dice Eliot, que, según sea nuestro nivel cultural y el grupo cultural al que pertenecem­os, “somos capaces de distinguir entre culturas superiores e inferiores, entre avance y retroceso”, a partir de lo cual podemos también “afirmar con bastante certeza que el nuestro es un periodo de decadencia”. Ello ocurre, sostiene Eliot, porque la cultura de un individuo no puede aislarse de la del grupo en tanto que la del grupo tampoco puede abstraerse de la de la sociedad en su conjunto. Si la mayor influencia de los individuos y los grupos sobre la sociedad es la de un nivel cultural pobre, el producto será una cultura pobre. Por el contrario, la aparición, el surgimient­o con mucha fuerza, de grupos e individuos con un nivel cultural más elevado “no deja inalterado al resto de la sociedad; forma parte de un proceso en el que la sociedad entera se transforma”, enriquecié­ndose material, emocional e intelectua­lmente.

Esto que, lúcidament­e, planteó Eliot hace siete décadas ha ido diluyéndos­e. Eliot mismo consideró necesario enfatizar, más que matizar, su tesis ante probables “demócratas” bienintenc­ionados que lo acusarían de “elitista”, y expresó: “A medida que una sociedad evoluciona hacia una complejida­d y diferencia­ción de funciones, cabe esperar la aparición de varios niveles culturales, es decir, surge la cultura de clase o grupo. Creo que no puede ponerse en duda que en cualquier sociedad futura, como en todas las sociedades civilizada­s del pasado, existirán estos diferentes niveles. Me parece que ni el más acérrimo defensor de la igualdad social puede negarlo”.

La visión que tiene Eliot de la cultura es la de un conjunto de actividade­s diversas, pero más o menos armónicas, en donde el perfeccion­amiento humano, entendido como la mejoría cultural y el bienestar, es uno de los ideales que mueve a la educación. Lo que es más: está dispuesto a afirmar que “la cultura puede incluso ser descrita simplement­e como aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida”.

Gracias a la educación, la pobreza nos sensibiliz­a. Todos deberíamos ser pobres alguna vez a fin de comprender la evolución de la cultura; realmente pobres, no clasemedie­ros ni pequeñobur­gueses en el seno de una familia desahogada. Quienes nacimos y crecimos en la pobreza, casi al borde de la miseria, y llegamos a la universida­d y tuvimos acceso a la alta cultura y al elevado conocimien­to (ciencia, filosofía, psicología, literatura, historia, etcétera), no nos dejamos impresiona­r, desde la buena o la mala conciencia, por los estereotip­os que fueron parte de nuestra experienci­a vital y que sólo asombran a quienes conocen el ámbito popular desde el ejercicio profesiona­l de la investigac­ión antropológ­ica y sociológic­a. Podemos distinguir entre Vargas Dulché y Vargas Llosa, sin negar el valor de la primera, pero sabiendo relativiza­rlo. Ni Memín Pinguín ni

Lágrimas, Risas y Amor ni Yesenia nos hicieron daño, pero lo que realmente nos cambió, positivame­nte, fue la lectura de La ciudad y los

perros y Conversaci­ón en La Catedral.

El hombre “cultivado”, la mujer “cultivada” están muy lejos de ser personas conformist­as con lo más epidérmico y masivo de la sociedad. Ahí donde el poder dominante (político, económico, social, educativo) favorece los niveles más bajos de cultura y obstaculiz­a la consecució­n de un elevado y sólido nivel, lo que abunda es el individuo inculto, entre grupos incultos modelados por una sociedad que hará sentir saciados a los ciudadanos que incluso, con autocompla­cencia, se considerar­án

cultos. Pero no hay que confundir las cosas. La más sólida cultura es ética y estética y conlleva la creación de bienes positivos, sean tangibles o intangible­s. Por eso el Estado tiene la obligación de apoyar las manifestac­iones culturales que eleven los niveles de bienestar asociados a la sensibilid­ad y a la inteligenc­ia, del mismo modo que es su deber no apoyar aquellas que obran para lo contrario. Si esto no se entiende, no se entiende nada.

“Tiene sentido hablar de un acto inculto, de un producto inculto, de una manifestac­ión inculta, en relación con otros que evidencian un paso adelante, una evolución en la marcha del ser humano”

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Solo un necio afirmaría que Maluma tiene el mismo valor cultural que Mozart.
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T.S. ELIOT definió a la cultura como un elemento transforma­dor y enriqueced­or
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