DRAMATURGIA Y DERECHOS DE AUTOR /II
Para mi generación (los nacidos en los años 60 del siglo XX) fue poco complicado no heredar el pleito dramaturgo-director del movimiento Nueva Dramaturgia Mexicana y sus Maestros porque, a diferencia de nuestros mayores, veníamos de una formación en escuelas donde se nos enseñaban todas las áreas para cumplir varios roles en la maquinaria teatral. Así, en las filas de mis contemporáneos no fue raro que surgieran las figuras dramaturgo-actor, dramaturgo-director o dramaturgogestor, que antes eran casi impensables. Esto vino a fracturar definitivamente el enfrentamiento anterior, que dominó dos décadas. Nosotros abrimos puentes de comunicación y, mejor, de estrecha colaboración, en la que incluso se comenzaron a dar escrituras desde la escena, con el equipo actoral y artístico de la mano, sin ser necesariamente lo que en Latinoamérica se ha conocido como “creación colectiva”. Con ello fue disminuyendo la especie que a directores llenaba los labios en el sentido de que no había mejor autor que el muerto.
Cuando arrancábamos como escritores de teatro a mediados de los años 80, la cartelera mexicana se componía de entre 80 a 90 por ciento de obras de autores extranjeros. El magro resto era para la dramaturgia nacional. Poco a poco, con una nueva interacción entre los responsables de la escena y los que juntábamos las letras, esta tendencia se fue revirtiendo. Múltiples deben ser los factores, pero uno crucial fue el fin natural de la llamada “dictadura del director de escena” y el surgimiento de poderosos relevos en la dramaturgia mexicana en los albores del siglo XXI.
La proliferación de premios, publicaciones y el acceso a internet también visibilizaron a los entonces jóvenes dramaturgos Édgar Chías, Iván Olivares, Zaría Abreu, Carlos Nóhpal, Édgar Álvarez, Denise Zúñiga, Noé Morales y un largo etcétera que, amén de desarrollar más de un rol en la maquinaria teatral, también estaban mucho más actualizados en las tendencias mundiales de la escritura para la escena y accedían a textos teóricos y escénicos con una facilidad que mi generación jamás hubiese imaginado.
Para mis mayores (Nueva Dramaturgia Mexicana) y sus maestros (Carballido, Magaña, Hernández, Argüelles, Leñero), el lugar de encuentro y defensa de sus derechos fue la gran Sociedad General de Escritores de México (Sogem). Para mis contemporáneos era un sueño pertenecer a ella. De hecho yo comencé a cobrar regalías desde 1989 por su intermediación. La Sogem nos dio pertenencia y unidad en la diversidad. Gracias a ella resultó sencillo asumir la urgencia de que nuestro trabajo teatral fuese remunerado. m