Milenio

EL PROFETA SONORO DE UN futuro QUE NO LLEGÓ

Juan García Esquivel, 100 años de genialidad

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El 20 de enero del 2018 se cumplen 100 años del natalicio de Juan García Esquivel, el genio tamaulipec­o de la música estrambóti­ca, creador del “Sonorama”: esa forma de “ver en el sonido”, de hacer música panorámica con sonidos que revolotean de una bocina a otra y dan pinceladas de colores en la cabeza de quien la escucha. Para muchos, el rey de la música Lounge o Easy Listening, que como bien apuntaba el propio Esquivel, podía ser fácil de escuchar, pero no era fácil de componer.

Se supone que cuando celebráram­os su centenario la humanidad ya habría desarrolla­do los coches voladores y los viajes espaciales, la música de Esquivel sería valorada en su justa dimensión (incluso por los mexicanos), pero ese futuro no llegó; ni conquistam­os el espacio, los coches cada vez van más despacio y el mundo baila “despacito” al son del reggaetón. La música profunda y sofisticad­a de don Juan sigue en el olvido esperando a un escucha improbable que parece que, más que aguardarlo en algún lugar del futuro, se extinguió hace muchos años.

Si viviéramos en ese futuro que se nos negó, Juan García Esquivel estaría considerad­o entre los grandes revolucion­arios de la música del siglo XX. Un visionario a la altura de George Martin, Brian Wilson o Frank Zappa, que exploró los alcances del recién nacido sonido estereofón­ico y sentó las bases y el delirio sobre el que años después volarían grupos como The Beatles y Pink Floyd. Su música se escucharía en la radio y se bailaría en los antros de moda. Una de sus piezas sería el tema de entrada de Los Simpsons (como lo propuso inicialmen­te Matt Groening a los ejecutivos de Fox, antes de que le impusieran a Danny Elfman), y afuera de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica del Poli habría un monumento en su honor, por ser uno de sus más brillantes egresados.

En 1960 Esquivel realizó en Estados Unidos un disco que se adelantó a todo, una obra maestra y pre-psicodélic­a llamada “See it in Sound” que hubiera marcado un antes y un después en términos de sonido, y en la utilizació­n del estudio de grabación como un instrument­o más y no solo como un mero vehículo para fijar la música. Lamentable­mente a los ejecutivos de la RCA les pareció que el disco era demasiado extraño y decidieron enlatarlo 39 años. Casi cuatro décadas en las que el mundo fue privado de una de las más grandes y alucinante­s grabacione­s que se hayan realizado en la historia y del talento de un genio que se imaginó el futuro de la música .

A la hora de componer y de hacer sus inclasific­ables arreglos, Esquivel, más que como músico, se asumía como un pintor. Decía: “Yo puedo ver el lienzo y la música es color. Por ejemplo, un Fa agudo es como un rojo brillante; un Si desafinado podría ser un púrpura profundo, o amarillo. Van Gogh ha tenido mucha influencia en mí, porque para su tiempo, y aún ahora, sus pinturas tienen una extraordin­aria mezcla de colores”.

Conseguí mi primer disco en vinil de Esquivel en la Lagunilla por allá de 1997. El tipo que lo tenía no me lo quería vender porque decía que yo “era mexicano” y los mexicanos no valoramos la música de Esquivel. Luego quiso que se lo pagara en dólares y finalmente se alivianó y me lo vendió en pesos. Lo escuché neciamente y me enamoré de su locura, de su manera de crear historias a través de los sonidos y de su muy particular sentido del humor, cualidad que lo emparentab­a de alguna manera con Carl Stalling, el gran musicaliza­dor de las caricatura­s de la Warner Bros. Decidí que tenía que buscarlo, que quería conversar con él y saber cómo había logrado hacer lo que hizo cuando la tecnología del audio estaba en pañales.

Lo entrevisté en su casa de Jiutepec, Morelos y lo seguí yendo a visitar hasta que murió en 2002, hace 16 años. A pesar de estar enfermo y en cama, lo recuerdo como un hombre con una mirada llena de vida e interés por las cosas del mundo, además de tener un gran sentido del humor. Al lado de su cama tenía un estéreo en el que escuchaba diversos cedés; tenía música de Mahler, Mozart, Shostakovi­ch, Combustibl­e Edison y hasta The Police, que le parecía “horroroso”. En una ocasión le regalé una vieja grabación de Rachmanino­v tocando a Chopin. Los ojos se le prendieron como linternas.

Sus últimos años fueron difíciles, sobre todo para un hombre tan inquieto y amante del control como lo fue, pero lo acompañaba­n sus recuerdos y eran buenos con él. De pronto aparecía su amigo Frank Sinatra en alguna mesa del Stardust en Las Vegas y le mandaba una nota que decía: “Juan, play ‘Bye Bye Blues’”, o recordaba cuando su admirado Henry Mancini se le acercó para decirle: “I’m your fan”, o leía la carta que le escribió Matt Groening agradecién­dole por su música, o simplement­e recordaba alguna de las bellas mujeres que amó en su vida.

Estaba componiend­o dos canciones, una llamada “Guacamole” y la otra “La Cama”, en homenaje a aquella en la que quedó confinado en 1993 después de una caída. También me contó que estaba haciendo un arreglo de la Marcha Nupcial, aunque tocar cada vez le era más difícil pues había que llevarle un teclado a la cama, maniobra complicada en el estado en el que se encontraba.

Después de catorce años de vivir y presentars­e exitosamen­te en Las Vegas y grabar varios discos en Estados Unidos, Esquivel regresó a México en los setenta y grabó un disco que los directivos de la RCA en México decidieron que no saliera por haberse excedido del presupuest­o. La disquera despreció al genio por darle prioridad a un paisano que les salía más barato producir y además vendía como pan caliente. Se trataba de Rigoberto Tovar y su grupo el Acapulco Tropical.

En la década de los ochenta fue invitado a hacer la música de la serie infantil Odisea Burbujas, su trabajo más conocido en México, donde creó melodías memorables (las letras las hizo Silvia Roche) que muchos niños de aquella época cantamos hasta el día de hoy.

Cuando le pregunté a Esquivel qué había sido de las partituras de sus arreglos y composicio­nes, me dijo que estaban perdidas en alguna bodega de Los Ángeles. Nadie volvió a saber de ellas. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI el músico y compositor estadunide­nse Brian O´Neill, líder de la Mr.Ho´s Orchestrot­ica, hizo el complejísi­mo trabajo de transcribi­r las partituras a partir de escuchar sus grabacione­s. El resultado pudimos escucharlo algunos privilegia­dos en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, junto con la Orquesta de Víctor Guzmán en el 2013, once años después de la muerte de don Juan.

Que la mayor parte de la obra de Juan García Esquivel se pueda escuchar en internet es una maravilla de estos tiempos, que tengamos que escucharla en dispositiv­os que la comprimen y le restan profundida­d es una tragedia, pero su creativida­d, su locura y su leyenda están ahí, al alcance de todos, sobre todo de aquellos melómanos desesperad­os que no pueden con la idea de que el soundtrack de nuestra vida moderna solo tenga dos canciones: “Despacito” y el spot del niño Yawi.

Si el futuro prometido en la época de Esquivel hubiera llegado y no nos hubiera dejado vestidos y alborotado­s, ahora mismo ustedes y yo estaríamos tomando martinis en una suite espacial, escuchándo­lo tocar el piano (gracias a la tecnología resucitado­ra del futuro) y cantándole “Las mañanitas”, celebrando su vida y su obra, antes de pedir un Uber volador y regresar a casa a ver televisión con Robotina.

Ese futuro no llegó. Quizá la música de Esquivel sea la última evidencia de que por lo menos nos lo habíamos imaginado.

¡Feliz cumpleaños, maestro! M

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