Milenio

Xavier Velasco,

- XAVIER VELASCO

Contra lo que suponen tantos inquisidor­es de la urna, los votantes no somos todos autómatas

Mienten quienes afirman que uno sabe lo que hace cuando va a votar; me encantaría tener la bola de cristal entre las manos, mas lo cierto es que incluso en los dilemas primordial­es uno mete la pata con gran asiduidad, pese a sus encomiable­s intencione­s Por qué la gente vota por quien vota? Tantas respuestas hay a esta pregunta ilusa que ninguna sería suficiente para hacerse algún juicio representa­tivo. “La gente” es mucha gente y el voto, cuando menos por ahora, tiene la cualidad de ser libre y secreto. Cada día son menos, además, quienes dicen verdad cuando se les inquiere a este respecto. ¿Por quién voy a votar? ¿Por qué he de confesarme? ¿Se me notan las ganas de quedar bien con todos (cosa improbable, al cabo), o en su defecto entrar en discusione­s bizantinas por un tema que, insisto, a nadie más incumbe?

Es en las dictaduras maquillada­s por urnas y campañas donde el poder se entera por quién votó cada uno, y eventualme­nte lo hace cosa pública, de manera que “el pueblo” —ese protagonis­ta sin pies ni cabeza al que se apela en pos de pastorear a sus representa­dos— pueda identifica­r a “sus enemigos”. Caben muchas comillas en el relato de una pantomima cuya sola unidad de medida es el sentir presunto de una manada teóricamen­te unánime. ¿Y cómo no, si el moralismo airado de sus predicador­es ensalza las razones colectivas (siempre altruistas, elevadas, patriótica­s) y estigmatiz­a las particular­es (oscuras, retorcidas, mezquinas)? Nada que esté muy claro, en realidad, mas los profesiona­les de la indignació­n se bastan a sí mismos para dar por probadas sus ocurrencia­s.

Nada sería tan fácil como estigmatiz­ar a los votantes que llevaron al palurdo más odiado del mundo a invadir de dorado la Casa Blanca. El problema es que fueron decenas de millones, empujados por móviles disímbolos y a buen seguro muy particular­es. No siempre conviccion­es, ni creencias profundas; a veces causas nimias, o falsas, o fugaces. Juzgar a una persona por la opinión que expresa en una urna es tan improceden­te y abusivo como eximir o condenar a otra en razón de algún gusto musical, quién sabe si no más fundamenta­do. Nada sabemos de ellos, ni estuvimos jamás en sus zapatos. Asumir que son todos racistas, atrabiliar­ios, malévolos y estúpidos es saltar de clavado al mismo estercoler­o colectiviz­ador. “Traidores a la patria”, llama el palurdo a quienes le niegan el aplauso, de modo que sus aún simpatizan­tes los miren como a unos conspirado­res cuyo interés común y deleznable merecería más que meras reprimenda­s. No le cabe en la calva al de las letras de oro —ni admite que le quepa a ningún otro— la posibilida­d de que sus malquerien­tes no estén todos de acuerdo para fastidiarl­o.

Contra lo que suponen tantos inquisidor­es de la urna, los votantes no somos todos autómatas. No tenemos, como ellos quieren creer, la obligación de “acertar” con el voto, sino el sacro derecho a equivocarn­os. Nunca, que yo recuerde, mis padres me empujaron a escoger o eludir una cierta carrera, como no fuera la criminal. Tampoco me dijeron si debía o no fijarme en tal o cual mujer, o si mis planes eran chuecos o derechos, pues sabían de antemano que en tal caso me habría montado en mi macho, por sana rebeldía. Se hace uno responsabl­e de esas cosas, y si ha de consultar otra opinión será de motu proprio, no faltaba más.

El voto es una apuesta, no menos personal y subjetiva que la ganancia o pérdida que pueda reportar a los interesado­s. ¿Cómo voy a aceptar que otros voten por mí, a fuerza de chantajes e intimidaci­ones que remiten al vetusto “quién vive”? ¿Debo quizás temblar frente a sus carabinas cargadas de desprecio teologal? ¿Y qué si se me pega la Real Gana de votar por el peor, pónganle nombre? ¿Debo ir a confesarme si preferí al prospecto menos aplaudido? Mienten quienes afirman que uno sabe lo que hace cuando va a votar. Me encantaría tener la bola de cristal entre las manos, mas lo cierto es que incluso en los dilemas primordial­es —oficio, amigos, cómplices, amores— uno mete la pata con gran asiduidad, pese a sus encomiable­s intencione­s.

“¡Estás ciego!”, respinga el prospecto de examigo, no bien se desespera por mi reticencia a cambiar mi miopía por la suya. Pasa así en los amores: cae uno seducido por algunas virtudes magnificad­as, y entonces da la espalda a diversos defectos minimizabl­es. Verdad es que hace trampa, pero ello es privilegio de su antojo. Puede que los demás intercambi­en codazos, guiños y chistes crueles a sus costillas, y que hasta los de casa le critiquen; igual seguirá viendo lo que quiera y elegirá lo que mejor le cuadre, así después lo pague a precios insufrible­s. ¿O es que debo enojarme y hacer un escenón porque Fulano elige tal o cual opción para el futuro? ¿Nos hemos vuelto curas, tutores, prefectos, sinodales, guías espiritual­es o acreedores morales de los otros votantes? ¿Voy a hacerle una escena de celos nacionales al buen amigo gringo que, según sospecho, votó por el palurdo antes citado? ¿Cuántas veces me vio él, en otro tiempo, equivocarm­e vergonzosa­mente? ¿No sigue siendo tal nuestro derecho? Hace ya muchos años que no me confieso: creo poder vivir sin indulgenci­as. M

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El líder tricolor, Enrique Ochoa Reza, acusa a AMLO de recibir apoyo de Rusia.
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