Lo que dejaron las precampañas
El tiempo de precampaña atestiguó que la descalificación fue la base fundamental de los diversos contendientes
Las precampañas dejaron una semblanza borrosa de los aspirantes. Meade es un excelente tecnócrata, pero no está inserto ni forma parte del añejo partido. No tiene el ADN priista, factor determinante para su postulación. De tenerlo, la derrota habría sido más que inminente. Si la decisión presidencial se hubiera inclinado por un priista de “cepa pura”, las posibilidades de triunfo se habrían reducido aún más. El desprestigio de la presente administración y la irritación social que confronta el priismo son de enormes dimensiones, tal vez inéditas en la historia del tricolor. El principal obstáculo para el triunfo del PRI no es Meade, sino el partido que lo postula y, para colmo, la camarilla política que lo rodea: los Gamboa, los Romero Deschamps, los Murat, etcétera.
Anaya, por su parte, lidera una coalición que mezcla intereses aparentemente irreconciliables, desecha la ideología y, con ello, pierde su identidad propia. De estirpe panista pero, por el momento, con ambiguas orientaciones perredistas. Se vale en una contienda electoral: en una coalición se busca el triunfo a costa de los principios.
López Obrador, a su vez, lidera un movimiento que tiene como consigna principal eliminar la corrupción pero, sin explicación alguna, se rodea de personajes impresentables que representan lo que quiere combatir. Fue el (pre)candidato más descalificado por la crítica a la que, por cierto, el mismo contribuye: la terquedad es su peor enemigo.
El tiempo de precampaña atestiguó que la descalificación fue la base fundamental de los diversos contendientes. El priismo, que se ha convertido en adjetivo calificativo, equivale a una injuria a quien se lo endilguen. Meade, pese a no ser priista, sufre las consecuencias de estar arropado por un partido casi en ruinas. A López Obrador lo consideran un populista autoritario, un mesiánico, un homólogo del indecente venezolano Nicolás Maduro. A Anaya, como un corrupto que se ha enriquecido por la vía inmobiliaria y familiar. El presidente del PRI, como si no tuviera cola que le pisen, lo dice una y otra vez; recularía si volteara a ver a muchos de los personajes de su partido, algunos de ellos en la cárcel o indiciados o amparado o perseguidos por las irregularidades cometidas. Meade trae una pesada loza en la espalda que se llama priismo. Cuando argumenta, por ejemplo, sobre el combate a la corrupción nada es creíble: los Deschamps y compañía se ríen.
López Obrador es el contendiente que más descalificaciones recibe de todos sus adversarios. Muchos de ellos pueden ser apropiados: es autoritario, intolerante, oportunista, etcétera. Pese a ello, o por ello, se mantiene, por el momento, liderando las preferencias electorales. Es probable que esta sea la razón de la embestida que promueven sus críticos. Anaya, por su parte, sorprende en muchos sentidos. Su juventud lo ayuda. Pero su oportunismo lo disminuye, lo aniquila. Engreído por las alabanzas de sus cercanos, pero visto con escepticismo por muchos de sus correligionarios. Pasarán seis semanas para que volvamos a ver a los contendientes presidenciales en acción. Sería deseable que la adjetivación quede de lado y, cuando regresen, la propuesta fundamentada, el razonamiento sólido construyan el eje del debate y las campañas correspondientes.