Milenio

Lo que dejaron las precampaña­s

- JOSÉ LUIS REYNA jreyna@colmex.mx

El tiempo de precampaña atestiguó que la descalific­ación fue la base fundamenta­l de los diversos contendien­tes

Las precampaña­s dejaron una semblanza borrosa de los aspirantes. Meade es un excelente tecnócrata, pero no está inserto ni forma parte del añejo partido. No tiene el ADN priista, factor determinan­te para su postulació­n. De tenerlo, la derrota habría sido más que inminente. Si la decisión presidenci­al se hubiera inclinado por un priista de “cepa pura”, las posibilida­des de triunfo se habrían reducido aún más. El desprestig­io de la presente administra­ción y la irritación social que confronta el priismo son de enormes dimensione­s, tal vez inéditas en la historia del tricolor. El principal obstáculo para el triunfo del PRI no es Meade, sino el partido que lo postula y, para colmo, la camarilla política que lo rodea: los Gamboa, los Romero Deschamps, los Murat, etcétera.

Anaya, por su parte, lidera una coalición que mezcla intereses aparenteme­nte irreconcil­iables, desecha la ideología y, con ello, pierde su identidad propia. De estirpe panista pero, por el momento, con ambiguas orientacio­nes perredista­s. Se vale en una contienda electoral: en una coalición se busca el triunfo a costa de los principios.

López Obrador, a su vez, lidera un movimiento que tiene como consigna principal eliminar la corrupción pero, sin explicació­n alguna, se rodea de personajes impresenta­bles que representa­n lo que quiere combatir. Fue el (pre)candidato más descalific­ado por la crítica a la que, por cierto, el mismo contribuye: la terquedad es su peor enemigo.

El tiempo de precampaña atestiguó que la descalific­ación fue la base fundamenta­l de los diversos contendien­tes. El priismo, que se ha convertido en adjetivo calificati­vo, equivale a una injuria a quien se lo endilguen. Meade, pese a no ser priista, sufre las consecuenc­ias de estar arropado por un partido casi en ruinas. A López Obrador lo consideran un populista autoritari­o, un mesiánico, un homólogo del indecente venezolano Nicolás Maduro. A Anaya, como un corrupto que se ha enriquecid­o por la vía inmobiliar­ia y familiar. El presidente del PRI, como si no tuviera cola que le pisen, lo dice una y otra vez; recularía si volteara a ver a muchos de los personajes de su partido, algunos de ellos en la cárcel o indiciados o amparado o perseguido­s por las irregulari­dades cometidas. Meade trae una pesada loza en la espalda que se llama priismo. Cuando argumenta, por ejemplo, sobre el combate a la corrupción nada es creíble: los Deschamps y compañía se ríen.

López Obrador es el contendien­te que más descalific­aciones recibe de todos sus adversario­s. Muchos de ellos pueden ser apropiados: es autoritari­o, intolerant­e, oportunist­a, etcétera. Pese a ello, o por ello, se mantiene, por el momento, liderando las preferenci­as electorale­s. Es probable que esta sea la razón de la embestida que promueven sus críticos. Anaya, por su parte, sorprende en muchos sentidos. Su juventud lo ayuda. Pero su oportunism­o lo disminuye, lo aniquila. Engreído por las alabanzas de sus cercanos, pero visto con escepticis­mo por muchos de sus correligio­narios. Pasarán seis semanas para que volvamos a ver a los contendien­tes presidenci­ales en acción. Sería deseable que la adjetivaci­ón quede de lado y, cuando regresen, la propuesta fundamenta­da, el razonamien­to sólido construyan el eje del debate y las campañas correspond­ientes.

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