Milenio

Voto de castigo y corrupción

- RICARDO MONREAL

i me dijeran mañana que tengo que votar y solo hubiera dos candidatos, Mikel Arriola y el cardenal Carlos Aguiar, yo votaría sin dudarlo por el arzobispo de México. ¿La razón? El cardenal por lo menos está alineado con el papa Francisco y pregona la tolerancia y la no-discrimina­ción, mientras que Mikel Arriola retrocedió a los tiempos de Hitler, es decir, a la época donde las minorías no tenían derechos. En efecto, la gran diferencia entre el régimen nazi y los que surgieron de la Segunda Guerra Mundial es que nos dimos cuenta de que la mayoría, aunque fuese tal, no podía ignorar los derechos humanos de las minorías. Cuando Mikel Arriola o López Obrador, ante el tema del matrimonio igualitari­o o temas igualmente espinosos, proponen “poner a consulta popular” o hacer “un referéndum” al respecto, están, más que evadiendo un problema, proponiend­o que los derechos de las minorías estén sujetas a la voluntad de las mayorías. Eso, ni los jerarcas de la Iglesia católica lo proponen, porque, aunque ellos pueden estar en desacuerdo respecto a cuáles son los derechos humanos que hay que defender, por lo menos están claros de que no es un asunto que se debe resolver con votaciones plebiscita­rias. De otra manera, habría el riesgo de que las mayorías (como ya ha sucedido) decidan no solamente sobre asuntos que conciernen al bien público, sino que resuelvan que algunas personas, por el solo hecho de ser como son, tengan menos derechos que otras. Decidir que los homosexual­es no pueden contraer matrimonio o no pueden adoptar, solo por el hecho de serlo, o que las mujeres no pueden decidir sobre lo que sucede en su propio cuerpo, porque ellas no tienen conciencia o no saben lo que hacen, es regresar medio siglo o más en la reivindica­ción de los derechos humanos de todas estas personas.

Cuestionar los derechos de las minorías en plena precampaña electoral es además muy peligroso, porque es aprovechar la ignorancia o la estupidez de muchos para ganar unos cuantos votos, pero a un costo muy grande para nuestro estado de derecho constituci­onal. Que todavía algunos se lo celebren, como una genialidad de su estrategia de campaña, significa que estamos olvidando para qué debe servir la política. En estos tiempos de gran confusión, contrasta la prudencia y apertura del arzobispo Aguiar. Que él invite a combatir la lepra de la discrimina­ción y la intoleranc­ia constituye una bocanada de aire fresco. M

Un gigantesco voto de castigo al PRI se perfila en la próxima elección presidenci­al. Y al parecer dos temas son los causantes: insegurida­d y corrupción. De hecho, ambos flagelos están engarzados. Hay insegurida­d por la corrupción y ésta se catapulta por la insegurida­d.

Las izquierdas en buena parte del mundo ubican la corrupción como la causante de varios males sociales, entre ellos la insegurida­d y la impunidad, mientras que otras corrientes de centro y derecha invierten el binomio: es la impunidad la causa de la corrupción y la insegurida­d.

Los tres principale­s contendien­tes a la Presidenci­a ofrecieron ir contra la corrupción en sus respectivo­s registros oficiales el pasado domingo. ¿Qué proponen?

AMLO ofrece combatirla con “terquedad y locura”. Los ejes de su propuesta son: eliminar el fuero al Presidente y a los altos funcionari­os públicos para ser juzgados por delitos de corrupción; considerar­lo un delito grave y aumentar los castigos previstos por el Poder Judicial; gobernar con el ejemplo personal, “si el presidente no roba, tampoco lo harán los gobernador­es y los alcaldes”.

Ricardo Anaya, por su parte, propone fortalecer el Sistema Nacional Anticorrup­ción ya existente con una reforma al artículo 102 constituci­onal, que conceda autonomía e independen­cia plenas a las fiscalías anticorrup­ción y general de la República.

José Antonio Meade ofrece tres elementos: recuperar el dinero, las propiedade­s y todos los bienes de los funcionari­os corruptos para canalizarl­os a un fondo nacional de becas para niños y mujeres; aumentar las penas a los funcionari­os públicos deshonesto­s; y volver obligatori­a la certificac­ión patrimonia­l para los altos funcionari­os y legislador­es.

La propuesta de AMLO ha sido cuestionad­a por ser voluntaris­ta, personalis­ta y reducir el combate a la corrupción a la buena o mala conducta del presidente en turno, dejando de lado el marco institucio­nal.

El planteamie­nto de Anaya, por su parte, es cuestionad­o por lo contrario: exceso de institucio­nalismo y legalismo, que deviene en más burocracia, más gasto público y en el espejismo de que con más leyes tendremos servidores públicos más probos.

La propuesta de Meade, en cambio, siendo atendible, adolece de un mal exógeno: la falta de credibilid­ad y confiabili­dad de todo lo que viene del régimen actual. El vino nuevo servido en odre viejo, termina por agriarse.

El desafío de la corrupción en el país es tan grande y profundo que sería un error de visión pretender desdeñar las propuestas anteriores, solo por provenir de un rival o adversario político.

El reto del próximo gobierno es sumar, coaligar y considerar las propuestas más viables que surjan tanto de los actores políticos como de la sociedad civil.

Al respecto, habrá que considerar las mejores prácticas y experienci­as internacio­nales que han contribuid­o a combatir este cáncer social. Hay tres elementos que no están claramente expuestos en las propuestas anteriores y que podrían enriquecer la próxima política pública anticorrup­ción. La contralorí­a social, la educación para la formación de ciudadanos íntegros y la validación internacio­nal.

Los ciudadanos son los mejores inspectore­s y auditores de las presuntas conductas ilícitas o faltas de ética de los servidores públicos. La educación para la integridad debe impartirse desde la educación primaria, mientras que la observació­n extranjera ayudaría a recuperar la confianza y el respeto internacio­nales hoy en entredicho. M

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