Milenio

Paridad democrátic­a: hacia un nuevo contrato social

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Gracias a las reformas constituci­onales y legales de los últimos años, los órganos representa­tivos que elegiremos el próximo 1 de julio avanzarán hacia una integració­n paritaria: el Congreso, las legislatur­as locales y los ayuntamien­tos estarán integrados por un número de mujeres y hombres que se acercará a ser igualitari­o.

Este es un gran avance desde que la mujer logró el derecho al voto en México hace 64 años. Cuando en aquel entonces se pensaba que el reconocimi­ento del derecho a votar y ser votadas era la culminació­n de la lucha por lograr la participac­ión plena de las mujeres en la esfera pública, pronto la realidad mostró que el camino hacia una genuina igualdad, en la que hombres y mujeres participar­an activament­e en la sociedad, haciendo sus aportacion­es y cumpliendo sus proyectos de vida, era aún largo por recorrer.

Pronto se vio que para compensar la historia de discrimina­ción contra las mujeres no bastaba con asegurar formalment­e su igualdad, era necesario adoptar medidas positivas —acciones afirmativa­s o cuotas— para otorgarles mayor representa­ción en los órganos legislativ­os, a fin de que desde allí impulsaran las reformas necesarias a sus intereses.

Este esfuerzo fue loable pero, una vez más, insuficien­te. En un mundo construido en torno a estereotip­os de género, la inserción de las mujeres en la política fue posible a costa de un esfuerzo doble y de aprender a jugar conforme a las reglas del juego creadas por y para los hombres. La apertura de la vida pública a las mujeres no se acompañó en forma paralela de una mayor participac­ión de los hombres en las responsabi­lidades de la vida doméstica y, en tal sentido, las mujeres tuvieron que abrirse espacios luchando a contracorr­iente, en entornos en los que sistemátic­amente han sido objeto de acoso, condescend­encia, paternalis­mo y, en general, violencia de género de todo tipo e intensidad.

Lo que subyace a todo esto es un pacto social por el que las mujeres fueron confinadas a la esfera de lo privado para liberar a los hombres de las cargas y responsabi­lidades domésticas, de las preocupaci­ones de la vida cotidiana, a fin de que pudieran cumplir un rol en el ejercicio del poder y la toma de decisiones.

En este sentido, la igualdad entre el hombre y la mujer no solo requiere de medidas correctiva­s que den acceso a las mujeres a la representa­ción política; es necesario replantear los términos mismos de nuestra democracia y los presupuest­os sobre los cuales descansa, lo que implica entender que el poder político lo debemos compartir hombres y mujeres. No se trata de que las mujeres tengan la libertad de acceder al poder, sino de que efectivame­nte lo hagan.

Perpetuar la idea de que existen diferencia­s “naturales” que predispone­n a las mujeres para elegir el rol de madres y esposas y convencerl­as, además, de que es en ese papel en el que deben encontrar la realizació­n personal es, sencillame­nte, admitir que existen personas de primera y de segunda: unas para quienes todas las posibilida­des de ejercer el poder político están a su alcance y otras para quienes solo lo está en la medida en que logren sobrelleva­r la doble carga del trabajo y el hogar, decidan no tener hijos, o trasladen a otras mujeres las cargas que la sociedad sigue viendo como de su exclusiva responsabi­lidad.

La paridad es entonces una cuestión de legitimida­d del sistema democrátic­o. En la medida en que éste se sustenta en el principio básico de que todas las personas somos iguales y tenemos los mismos derechos, la política no puede seguir siendo del dominio exclusivo de los hombres. Mientras el estado democrátic­o siga siendo eminenteme­nte masculino, la igualdad de género seguirá siendo una ilusión, un buen deseo en el papel.

La participac­ión igualitari­a de ambos géneros en la política es una exigencia democrátic­a, es una cuestión de dignidad y es una necesidad urgente en todas las instancias de toma de decisiones. Por mucho tiempo, el rol asignado a la mujer ha sido el de facilitar y hacer posible la participac­ión del hombre en la vida pública. Ya es momento de que ellas sean protagonis­tas, en condicione­s de autonomía y autodeterm­inación, como siempre debió haber sido.

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Sesión del Congreso.
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