Milenio

Ancianos vive abandonada Anita Lois. Y esa es la palabra que piensa para completar su frase: pero no la dice

En este asilo de abandonada,

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Anita Lois vive en un cuarto individual del asilo de ancianos del Hospital Español. La ventana de su cuarto mira a un pequeño jardín de pasto seco con dos bugambilia­s metidas en macetas de barro negro.

“Este cuarto me lo paga mi hijo”, dice, “él me visita una hora cada domingo con mis tres nietos”.

Evoco a Anita Lois y el resultado es de una ambigüedad insistente, extraña y vaga. Recuerdo su presencia abstracta. Los sábados de mi infancia yo comía con mi familia en los jardines del Club Asturiano. Después de comer, a nuestro pícnic llegaban Anita y Pepe Lois con anís y café y ahí se quedaban hablando y bebiendo con mis abuelos, mientras mi hermano y yo jugábamos futbol.

Mi relación con Anita Lois se limitaba a verla llegar a nuestra mesa. Y muchas veces únicamente a escucharle decir a mi abuela que Anita Lois pronto llegaría. La recuerdo con lentes de pasta gruesa y largo cabello blanco. Dos detalles ajenos, superficia­les: un color y un objeto. Y ahora, frente a mí, 20 años después, Anita Lois —de 89 años— ya no usa lentes y se ha teñido de marrón el cabello. Y yo no puedo reconocerl­a. No puedo reconocer a la mejor amiga de mi abuela.

“Ver llover es algo que me provoca placer”, dice Anita Lois, “que sea lluvia ácida es algo que no me importa”, su voz es chillona e insegura, se asfixia a sí misma de tan vieja, hasta que desaparece y luego, chillón y bamboleant­e, el sonido regresa. “¿Por qué la conciencia va a controlar la sensualida­d?, ¿por qué iba yo a permitirlo? ¡Sí, señor!: ver cómo la lluvia cae sobre mis bugambilia­s es para mí un placer intensamen­te sensual”.

En el cuarto de Anita Lois no hay adornos: ni cuadros ni retratos fa- miliares. Desnudas paredes blancas y dos mesitas de noche vacías. El pequeño clóset está cerrado.

“Ahí solo tengo batas, calzones y pantuflas”, Anita adivina la intención de mi mirada. “Regalé toda mi ropa cuando me aprisionar­on aquí”. “¿Así se siente?, ¿prisionera?”. “Es una forma de hablar. Me siento…”. Y que Anita Lois haya dicho “mis bugambilia­s” es un reflejo de su brutal soledad que brota en el lenguaje. Necesita apropiarse del panorama, de lo que hay afuera de su ventana, porque se ha quedado sola. Porque dentro del cuarto nadie hay para protegerla. Dentro del cuarto nada hay que le dé calor o pertenenci­a. En este asilo de ancianos vive abandonada. Y esa es la palabra que piensa para completar su frase: abandonada, pero no la dice, prefiere una eufemístic­a salida diplomátic­a:

“Digamos que exiliada”. M

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