Maddie, 10 años después
De estar viva, Maddie andaría ahora por los 13 años, con un celular pegado a las manos, escuchando música, enviando y recibiendo mensajes de sus amigos y amigas. Vestiría pantalones estrechos y camisetas holgadas. Llegaría tarde a sus clases en la secundaria y sería tal vez una alumna rebelde. Pero nadie sabe dónde está. Desapareció hace poco más de 10 años durante un viaje vacacional a la costa portuguesa con sus padres, Kate y Gerry, una pareja de médicos británicos, y sus hermanos gemelos de dos años. Maddie tenía tres años, dos colores diferentes en los ojos, un espíritu travieso y jugueteaba antes de desaparecer en el apartamento que ocupaba la familia McCann en un conjunto hotelero. Muy cerca de ahí, sus padres cenaban con algunos amigos. Se divertían, tomaban copas.
Han sucedido muchas cosas desde la noche de aquel 3 de mayo de 2007. Para empezar, en medio del escándalo y la confusión, la policía portuguesa culpó a los padres de Maddie de su desaparición y de su asesinato. Después de todo, la desaparición de Maddie parecía un asunto doméstico. Una tragedia familiar de página roja. Era más importante la imagen del centro vacacional costero portugués, uno de los más concurridos en Europa.
Gonzalo Amaral, el experimentado inspector de la Policía a cargo de la investigación, tejió con cierta premura su hipótesis: la pequeña había sufrido un accidente por descuido de sus padres, mientras jugaba en un sillón en el apartamento. La pareja habría ocultado entonces el cadáver y fingido un secuestro para evadir las acusaciones de homicidio por negligencia. Tenía sus razones para acusar del crimen al matrimonio McCann: había encontrado en el apartamento huellas de sangre de la niña y posibles rastros de la manipulación de su cadáver. En el curso de su investigación, había interrogado a una pareja irlandesa que ocupaba un apartamento cercano y que aseguraba haber visto aquella noche al doctor McCann con una niña en brazos. Además, 15 de 19 pruebas de laboratorio, cuyos resultados no fueron incorporados oficialmente al expediente judicial, avalaban sus sospechas.
Amaral convenció a muchos con sus teorías, pero por si las moscas se apoyó en otra hipótesis que parecía bastante elemental: posiblemente la pareja de médicos no cuidaba bien a sus hijos y no se hacía responsable de su seguridad, como lo probaba el hecho de que habían dejado a sus hijos de dos y tres años solos en la habitación mientras salían a cenar con sus amigos.
El investigador luchó contra viento y marea para sostener sus teorías, que inculpaban siempre a la pareja de médicos, aunque incluyó a un tercer sospechoso: Robert Murat, otro británico que ocupaba con su madre un apartamento cercano y que se comportaba de manera extraña, según la denuncia de una periodista británica. Murat soportó careos, interrogatorios y el registro constante de su habitación por elementos policiacos sin llegar a ser inculpado formalmente en ausencia de pruebas contundentes.
La historia de Maddie les cambió la vida a prácticamente todos los involucrados. Amaral no fue la excepción. Se quejó largamente de la falta de colaboración de las autoridades portuguesas y británicas para su investigación, del acoso de la prensa, de las intervenciones diplomáticas, de las presiones políticas, de la mala actuación de sus colegas, de la frialdad y las contradicciones del matrimonio que nunca fue debidamente investigado.
Desbordado por los acontecimientos que se sucedían de manera vertiginosa, Amaral vio cómo sus teorías se desmoronaban una tras otra. Cuando las autoridades llegaron al límite de sus posibilidades decidieron cerrar el caso, enviarlo al archivo y declarar a Maddie legalmente desaparecida. Amaral echó mano entonces de una medida extrema: se jubiló a los 48 y se puso a escribir un libro en el que daba cuenta de sus sospechas, de sus pruebas, de cada detalle de su investigación y sobre todo de sus razones para inculpar al matrimonio McCann de un crimen que conmocionó a buena parte del mundo. En julio de 2008 presentó finalmente su libro Maddie, la verdad de la mentira. Y no pasó nada.
Diez años después, el director adjunto de la policía, Pedro do Carmo, se sigue rascando la cabeza cuando se habla de la desaparición de Maddie. No tiene ni idea de lo que le sucedió. Sin embargo, el caso de Maddie sigue abierto para muchos. Sin duda alguien sabe muy bien lo que sucedió, dónde está, viva o muerta. La muerte reciente en circunstancias no explicadas del todo del detective privado Kevin Halligen en su casa de Inglaterra complica más el misterio. Halligen andaba por los 56 y se hizo cargo de la investigación bajo contrato con los McCann.