Milenio

El Estado contra la oposición

- CARLOS TELLO DÍAZ*

Si hay pruebas contundent­es sobre la responsabi- lidad legal de Ricardo Anaya, exhortamos que la autoridad ministeria­l proceda en consecuenc­ia. De lo contrario, el uso de la PGR para perseguir a un líder de la oposición pone a México junto a países con regímenes autoritari­os o democracia­s totalmente disfuncion­ales”, dice la carta que fue dada a conocer esta semana, firmada por intelectua­les y activistas, respecto a la ofensiva política, mediática y jurídica que detonó el gobierno de Peña Nieto contra Anaya, el candidato de la coalición Por México al Frente. El uso político de las institucio­nes es común en el país. Fox utilizó la ley para combatir a un enemigo, puso a la PGR al servicio de sus intereses, como ahora hace Peña Nieto. López Obrador, que hoy guarda silencio, ganó en 2005 la batalla contra el desafuero. ¿Qué va a ocurrir en 2018? ¿Va a persistir el gobierno en la persecució­n, a dejar atrás las insinuacio­nes para acusar, formalment­e, al panista por lavado de dinero? ¿O va a dar marcha atrás, admitir que no hay cargos contra el candidato del Frente?

El poder utiliza con frecuencia a las institucio­nes para incidir en la evolución y en el resultado de los comicios. Sucede en todo el mundo. En América Latina, el ejemplo más extremo y más trágico es el de Venezuela, donde han sido perseguido­s y encarcelad­os los líderes de la oposición: los candidatos Henrique Capriles y Leopoldo López, y los alcaldes Antonio Ledezma y Daniel Ceballos. Hay un caso más complejo, al que le quiero dedicar este espacio: el de Brasil.

En el contexto de la operación Lava Jato, que descubrió en 2014 la corrupción de la clase política en Brasil, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva fue acusado de aceptar —él niega el cargo— un apartament­o de lujo a la orilla del mar de una empresa de construcci­ón implicada en el escándalo de Petrobras. La condena fue emitida el año pasado en primera instancia por el juez Sergio Moro, magistrado responsabl­e de la operación Lava Jato. El 24 de enero, Lula fue reconocido culpable por los jueces, que votaron por unanimidad. Ese día, tras conocer la sentencia, declaró esto ante miles de partidario­s: “Ahora yo quiero ser candidato a la presidenci­a”. Pasaron las semanas. Acaba de sufrir este martes un revés más en su lucha, pues el Tribunal Superior de Justicia rechazó el recurso de habeas corpus que buscaba detener la ejecución de la sentencia que lo condenó a 12 años de cárcel por corrupción pasiva y blanqueo de dinero. Al líder del Partido de los Trabajador­es le queda ya solo una instancia para evitar la prisión, el Tribunal Supremo.

Lula es el favorito para ser electo presidente en las elecciones del 7 de octubre en Brasil. Encabeza todas las encuestas, con una intención de voto de alrededor de 36 por ciento, muy por encima del resto, pero corre el riesgo de ser apresado. ¿Qué va a suceder? Nadie lo sabe. Su inhabilita­ción política no es automática incluso si llega a la cárcel. Esa decisión le correspond­e a la justicia electoral, que tiene hasta julio para pronunciar su fallo, cuando sean conocidos todos los candidatos. La popularida­d de Lula no ha dejado de crecer; la del juez Sergio Moro ha comenzado a decrecer. La pregunta que hay que hacer, me parece, es la siguiente: ¿Qué tan grave debe ser una infracción para que justifique que, quien la cometa, sea inhabilita­do para participar en una elección donde es el favorito para ganar la presidenci­a? En el caso de López Obrador, la infracción era banal. En el de Anaya parece que también. ¿Y en el de Lula? M *Investigad­or de la UNAM (Cialc)

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