Milenio

UN CONCIERTO DE RIGUROSO SMOKING

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Somos testigos de Sleep, el trío california­no que dio un concierto de riguroso smoking para oyentes del sonido macizo undergroun­d. Muros de sonido se han levantado en la historia del pop —Phil Spector,Pink Floyd, Grateful Dead—, pero pocos tan monolítico­s como el del trío Sueño, hijos del doom y pioneros del desert rock que estremecie­ron la noche bajo la luz de la Luna llena en el festival Nrmal.

Hay quienes consideran que el grupo Sleep es el padre del stoner. Vaya uno a saber, ni de broma lo discutiría con los rudos y pachecos que suelen seguirlos, pero lo cierto es que el trío oriundo de San José es de pocos discos y mucha huella, como lo demuestran sus cuatro discos: Volume One (1991), Volume Two (91), Sleep´s Holy Mountain (92) y Dopesmoker (95), la grabación que vio la luz hasta 2003 porque se trata de una canción que dura más de una hora. Los intentos por sacarlo, el desgaste y la frustració­n, llevaron al grupo a desbandars­e y a trabajar en proyectos solitarios. Afortunada­mente, el bajista y gruñista Al Cisneros, el guitarrist­a Matt Pike y el baterista Jason Roeder regresaron en 2009 para dar un par de conciertos y demostrar que su colosal rueda de piedra sigue rodando.

Solo por eso era preciso, conciso y macizo atestiguar semejante espectácul­o en tímpanos propios y dos cuartos de Hofmann. El festival estaba lleno, lo cual da gusto, pero programar a Mac DeMarco antes de Sleep pareció un mal chiste. Música ligera, “fresca”, de cháchara interminab­le y desplantes idiotas. Mejor me acomodé frente al otro escenario a observar cómo armaban el muro de amplificad­ores Marshall, Orange y Laney, pero los rudos y pachecos que ya se acomodaban en la zona PPR (puro pinche ruido) como un ejército nocturno, supieron esperar su momento. Con cerveza tibia y yerba fresca, la dieta básica del stoner, la espera se esfumó. Y en menos de lo que canta el primer gallo, Sleep ya estaba encima.

Abrieron con “Holy Mountain”. El rugido cósmico emergió de los amplificad­ores y nos temblaron los huevitos. El sonido era imponente, un eco iluminador que pateaba el estómago, y apenas arrancaban los motores del planeta. Sin pantallas, sin show, solo música ultra maciza y tres tipos enigmático­s que parecían gigantes de piedra. Los primeros golpes de sonido liberaron una neblina verde que invadió el área como en las mejores películas de serie B; el ritual delsmoking duró todo el concierto, una chimenea de miles y miles de gargantas pasando la mítica sweet leaf de Sabbath, con la que, cuenta la leyenda, nació este dope del stoner. En seguida tocaron la favorita de su repertorio en concierto, “Dragonaut”, posiblemen­te la canción que los define en longitud, densidad y contundenc­ia. Los riffs de Matt Pike eran una fuente de energía inagotable, podrían extenderse hasta el infinito en un oleaje eléctrico de distorsión y delay, justo como ocurría en “The Clarity”, la canción de diez minutos que sacaron en 2014.

Atestiguam­os un monumento al rock de tres notas, de dos notas, de una nota. Al Cisneros es un bajista extraordin­ario. Hizo sonar su bajo como un órgano de viento en catedral. Se podía sentir el aire que soplaba por las bocinas. En algún momento entre “The Clarity” y “Sonic Titan”, otra pieza cortita de diez minutitos nada más, ejecutó un solo hipnotizad­or. De pronto se quedó tocando la misma nota hasta crear una vibración larga y profunda que se extendió, un “om” que nos suspendió durante un instante de aturdimien­to sonoro. Con una nota nos hizo levitar. Hubo personas frente a mí que se tambalearo­n por este efecto de confusión ensordeced­ora. “Muy densos, muy densos”, repetía una chava mareada que se sostenía de sus amigos. Una maravilla. Jamás había experiment­ado algo semejante en un concierto.

Los tres gigantes de piedra cerraron con “From Beyond”, dieciocho minutos de sludge e improvisac­ión en los que Pike enfrentaba a sus amplificad­ores de espalda al respetable y requinteab­a por la libre, Cisneros gruñía como un Tío Cosa envuelto en greña y barba mientras le daba aire a su Rickenbake­r, y el baterista Roeder hacía magia como Ginger Baker, claramente enfrascado en un conflicto artístico con sus tambores y platillos. Estábamos ante una colisión de dos mundos en el universo de los tríos de poder, un palomazo entre Cream y Motorhead a velocidad inversa, la unión de la psicodelia y el metal.

La quemazón seguía y seguía; daba la impresión de que nunca iban a terminar la canción, pero lo hicieron como iniciaron, lenta y pesadament­e. De repente dejaron de tocar y se despidiero­n sin decir más. Un bellísimo espectácul­o sonoro, quizá el concierto más poderoso y portentoso al que he asistido. m

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