Milenio

Las banderas no ríen

- XAVIER VELASCO

No ha sido necesario inventar mucho para que el guión de La muerte de Stalin funcione como sátira a costillas de sus protagonis­tas

Asomarse al complejo que palpita detrás del falso orgullo nacionalis­ta equivale a bajarle los pantalones, o al menos eso piensa el ofendido, para quien aun las peores taras colectivas de lo que llama “nuestra identidad” son razón de ufanía empecinada

Al tirano se le conoce por sus aduladores. Cuanto más tiesos, grotescos y rastreros se revelan ellos, menos pulgas sabemos que se carga él. Son como una gran banda de facineroso­s, cuando no genocidas consumados, y así viven oteando por encima del hombro, en busca del siguiente traidor a machacar. Por lo pronto, compiten ferozmente por besuquear los pies del caudillo implacable y ostentar su aquiescenc­ia a modo de idea propia. Beria, Jruschov, Bulganin, Molotov, Malenkov, Andreyev, Zhukov: ¿qué haría cualquiera de ellos, y todos en conjunto, a la muerte del padrecito Stalin?

No sé si me dan risa, en realidad. Temo que se adelantan asco y miedo, entre otros sentimient­os cosquillud­os, pero indudablem­ente son graciosos. Asisto a la película de moda presa del desconcier­to de quien ya se debate entre burla y horror. ¿Es esto una comedia o es que la Historia se está riendo de mí? No ha sido necesario inventar mucho para que el guión de La muerte de Stalin funcione como sátira a costillas de sus protagonis­tas. Más allá de la masacre en proceso que sostiene al imperio proletario, la corte del tirano conforma un gran elenco de mamarracho­s que en un descuido evocan a Los Tres Chiflados. No es que sean idiotas, sino que aparentarl­o es su salvocondu­cto a la vejez.

Sólo de descubrir a Steve Buscemi, famoso por sus papeles del gánster, en el papel de Nikita Jruschov, uno entiende que al gobierno de Vladímir Putin le causara urticaria la metáfora y procediera a prohibir la película. La primera carencia del nacionalis­mo tiene que ver con el sentido del humor, en especial cuando es involuntar­io. No alcanza para chiste el desparpajo de Lavrenti Beria a la hora de ordenar asesinatos como quien organiza una kermés, si bien su desconcier­to de lambiche cauto y amilanado, por no decir meloso y fariseo, es en sí mismo una caricatura que invita a regodearse en su ridiculez. ¿Pero qué va a quedar, entre tantas lisonjas de cartón, una vez que el tirano ha estirado la pata y va sonando la hora de hablar con la verdad?

Hay pocos esperpento­s tan risibles como el montaje burdo que acontece tras la solemnidad de la ocasión. Educados en la diaria zalamería y avezados en la simulación, los miembros de la corte estalinist­a no dominan sino las artes del bufón, y como tales han de comportars­e en la súbita ausencia del iluminado. Son farsantes sin guión, hipócritas desnudos, súbitos cobradores de cuentas tan antiguas como su abyección. Si desde el suelo de la Plaza Roja sus figuras apenas sobresalen de aquel balcón siniestro en lo alto del Kremlin, la cámara los sigue en sus momentos menos fotogénico­s, allí donde la Historia elige hacerse la desentendi­da para no herir susceptibi­lidades.

Asomarse al complejo que palpita detrás del falso orgullo nacionalis­ta equivale a bajarle los pantalones, o al menos eso piensa el ofendido, para quien aun las peores taras colectivas de lo que llama “nuestra identidad” son razón de ufanía empecinada. Hoy que gana terreno la moral pueblerina y la simulación supera a la razón, los patriotas de kiosco encuentran toda suerte de provocacio­nes en la mirada ajena. Agelastas, los llama Kunque dera: gente que odia la risa, a saber si por miedo a provocarla. Ríete de uno de ellos y te estarás burlando de la nación entera. Atrévete a opinar sobre sus certidumbr­es endogámica­s y serás objetivo militar.

No hace falta construir un muro de hormigón y cobrárselo entero a tu vecino para rendir tributo a las fronteras. El palurdo garboso las mira en todas partes, lo suyo es dividir al mundo entero entre nosotros y ellos. Nadie, sino el paisano o correligio­nario, podrá nunca igualársel­e. Tampoco las costumbres de los otros serán equiparabl­es —vamos, ni comparable­s— a las que tanto orgullo le producen y ni en sueños se cansa de enaltecer. En cualquier caso, el otro es siempre sospechoso. De hecho, todo lo malo le ha llegado de fuera, tampoco eso se aburre de embarrárte­lo. Nada es nunca lo mismo allá que acá, a menos que se trate de alguna copia burda y envidiosa. En el fondo, quizá, se teme un pobre diablo, de ahí tanta insistenci­a en recordarte que es mejor que tú.

Tal vez lo más gracioso y al propio tiempo atroz de La muerte de Stalin, aquello que hasta hoy el caudillo del Kremlin no puede darse el lujo de admitir, sea esa exhibición de hipocresía absoluta donde todo es mentira descarada y la Historia se mueve en función de una farsa estrafalar­ia y hueca. Ahí donde como el absurdo emborrona los límites entre drama y comedia, ser héroe o enemigo de la tribu viene a ser un asunto meramente aleatorio. Nada que Solyenitzi­n no contara en detalle: faltaba sólo el zoom para ver al bufón detrás de cada monstruo. M

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Vladímir Putin, mandatario de Rusia.
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