Ariel González Jiménez
Que el movimiento mexicano haya terminado en masacre no debería hacer que se perdiera de vista su carácter festivo y la experiencia de la libertad
Decir 1968 es nombrar una rebelión, señalar una conciencia nueva, descubrir otra forma de ser joven. Es sinónimo de revuelta juvenil, sí, mayoritariamente, pero también de muchos otros estratos sociales y generacionales que se sumaron o se vieron muy impactados por ella; revolución no solo política, sino —acaso principalmente— cultural y social. No en vano Octavio Paz lo definió como “un año axial”, desbordante de energía creativa en los más diversos campos, lo mismo que de insatisfacción (ya desde antes, I Can’t Get No, Satisfaction, de los Rolling Stone, podía percibirse como uno de los himnos de esta época).
Un repaso de lo que ocurrió en esa temporada, por parcial que sea, denotará siempre algo indudablemente singular, único. Para muchos fue como un sueño, un milagro, un estado emocional que consiguió fluir colectivamente. Lo cierto es que sucedieron demasiadas cosas en un breve lapso. Una gran parte de ellas se venían preparando desde los años 50 con la generación beat, los collages de Richard Hamilton, las películas de James Dean, el rock and roll, Elvis y, por supuesto, la Revolución cubana, junto con la aparición de un sinnúmero de novedades masivas e invasivas como la televisión, que dieron un vuelco a la comunicación.
Pero los jóvenes hicieron del 68 otra cosa al tomar las calles en Praga, París, Roma, Washington y Ciudad de México: estrenaron una voz pública, una presencia que retaba lo mismo a las instituciones democráticas que a los gobiernos totalitarios o autoritarios. Desde luego, no se pueden equiparar puntualmente estas movilizaciones, porque nada tienen que ver las marchas de Praga —a favor, primero, de un gobierno aperturista (el de Dubcek) y luego contra los tanques soviéticos— con las protestas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos o la movilización de los franceses e italianos por la democratización de la enseñanza y luego, con un profundo aliento utópico, por la huelga general al lado de los sindicatos.
No son iguales, pero son lo mismo: los muchachos en la calle, la búsqueda abstracta o concreta de la libertad y el rechazo al orden establecido; en fin, la fiesta de ser jóvenes sin esperar a que el mundo les dé un boleto para permitirles entrar a la celebración.
El 68 mexicano tiene como fundamental inspiración política la lucha por las libertades democráticas y el talante contestatario contra la represión, pero no deja de ser también (como los otros movimientos del resto del mundo) una revuelta juvenil contra la disciplina doméstica, un grito que exigía espacios libres y un rechazo al vetusto sistema de valores.
Los activistas y dirigentes del movimiento rápidamente descubrieron que sus seguidores no solo estaban con ellos para pedir libertades políticas, sino libertad en general, como en la canción de Massiel (escrita por Luis Eduardo Aute) que había apanicado al franquismo en España un año antes. Que el 68 mexicano haya terminado en masacre no debería hacer que se perdiera de vista su carácter festivo, tal y como lo interpretaba Marcelino Perelló, uno de sus principales dirigentes. Menos aún la sangre derramada debería servir para olvidar la experiencia de la libertad como la formularon Gilberto Guevara Niebla y Luis González de Alba, otros dirigentes imprescindibles de aquel año inolvidable. Que el país cambió a partir de 1968 es incuestionable. Lo importante ahora es quizás reconocer que cambió a pesar también de quienes convirtieron el 68 en una mortaja política e ideológica de su propiedad, la cual es paseada cada 2 de octubre por las calles de Ciudad de México por los “luchadores sociales” en turno. Los usos políticos de esta efeméride han demostrado ser infinitos. Ahora viene una gran conmemoración por sus 50 años que esperamos sea tan plural y crítica que pueda dejar atrás su “legado” más ideologizado y solemne. Dejará de ser, así, otro Día de Muertos donde lo que priva para algunos son los altares y las veladoras, pero no aquella festividad libertaria, ni mucho menos las potencialidades críticas que vino a despertar la gran revuelta juvenil.