Los trinos sobreviene incontenible. Las aves, escondidas entre los fresnos. Son voces sin cuerpo. Resulta imposible verlos
La fuga coral de
Los pájaros, distribuidos en tres fresnos gigantescos, comienzan a cantar a las 6:13 de la tarde. Ensayan en torno a una misma frase —tres trinos cortos y un trino largo— que sufre variaciones temporales y dinámicas durante su alegre fuga a través de las distintas voces.
De pronto, la polifonía de las aves es invadida por el sonido de una trompeta que asfixia dos de las cuatro notas que integran una melodía triste. El trompetista, de pie ante una multitud que lo observa, sujeta el dorado instrumento con excesiva fuerza, como si quisiera estrangularlo, y sus nervudos brazos tiemblan. Repite la melodía; comienza bien, pero asfixia la nota final.
Es una errática melodía jazzística de una tristeza que, en su entorno natural —avivada por la batería, suavizada por el piano, contenida por el contrabajo— debería sonar amplia, nostálgica, libre y profundamente sensual, pero así —desencajada de la música, solitaria y perdida afuera de un Metro chilango en la esquina de Insurgentes y Félix Cuevas dentro de la trompeta vieja de un trompetista en un mal día— suena inadecuada e incomprensible, casi irritante.
El trompetista deja de soplar y la fuga coral de los trinos sobreviene incontenible e inmensa. Los pájaros están escondidos entre las ramas de los fresnos. ¿Calandrias, colibríes o zanates?, ¿pinzones, mirlos o gorriones? Son voces sin cuerpo. Resulta imposible verlos.
Cinco oficinistas treintañeros —tres mujeres y dos hombres; los cinco con gafete al cuello— se acercan atraídos por el jazz. El de aspecto más descuidado —cabello revuelto, camisa desfajada, nudo de la corbata chueco— avanza sonriendo hasta el trompetista, se inclina y pone una moneda de diez pesos dentro de la caja abierta de la trompeta.
A un lado, recargado en una maceta con bugambilias, un niño de quizá 11 años da un paso hacia delante con la pierna derecha; luego brinca de manera extraña, como si se hubiera tropezado, y permanece paralizado con la mirada fija en el suelo. Sus ojos expresan horror y desconcierto. Su madre se agacha. “No voló”, dice el niño con voz muy suave, “adelanté la pierna para asustarlo y no voló”, y el niño comienza a llorar.
El trompetista interpreta una nueva melodía y asfixia la larga nota inicial; luego, sobre la marcha, logra ejecutar una veloz escala aguda con solvencia. La madre envuelve el cadáver ensangrentado de un gorrión diminuto con el ala partida y el cráneo destrozado en una hoja seca que toma de la maceta. Aplauden los oficinistas. M