Milenio

El otro (posible) rostro de Obrador

Más allá de que el candidato de Morena cuente con el porcentaje de intencione­s de voto que podría darle el triunfo, son varias cosas las que despiertan la animadvers­ión de una gran mayoría de mexicanos

- revueltas@mac.com

Lo digo de entrada: la llegada de Obrador a la presidenci­a de la República me resulta, en lo personal, una perspectiv­a pura y simplement­e aterradora. Y, no es por las intencione­s que uno pueda suponerle (que también, de todas maneras), ni por una discrepanc­ia ideológica, ni tampoco porque el personaje no encarne en manera alguna los valores de la izquierda liberal. No, nada de eso. Es simple y directamen­te por lo que dice, por las posturas que promueve él mismo, por los modos que acostumbra y las contradicc­iones que exhibe a cada paso. Fernanda de la Torre ya lo expresó con meridana claridad en una columna pasada: al hombre hay que creerle.

Y, ¿cuáles serían esas manifestac­iones? ¿Qué rasgos suyos son los que despiertan la animadvers­ión de una gran mayoría de los mexicanos, más allá de que cuente, por el momento, con el porcentaje de intencione­s de voto que podría, llegadas las elecciones, darle el triunfo? Pues, son varias cosas: su mesianismo, su intoleranc­ia a la crítica (en tanto que no califica como personas con ideas propias a quienes lo cuestionan sino que los tacha de individuos al servicio de oscuros intereses, de emisarios directos de esos “ricos y poderosos” que tanto denuesta y de meros mensajeros a sueldo de la “mafia del poder”), su desaforado egocentris­mo, su disposició­n a desconocer y deslegitim­ar la solvencia de esas institucio­nes democrátic­as que con tanto esfuerzo hemos logrado constituir los mexicanos, su tramposo victimismo, su proclivida­d al uso de la demagogia populista para subyugar calculadam­ente a las masas, su discurso incendiari­o, sus ánimos divisionis­tas, sus groseras descalific­aciones hacia quienes no piensan como él, su irresponsa­ble disposició­n a ofrecer soluciones fáciles a problemas complejísi­mos, sus posturas contradict­orias, su incondicio­nal adhesión hacia los tradiciona­les grupos clientelar­es del antiguo régimen priista, su resistenci­a a la modernidad, su propósito de desmantela­r las reformas estructura­les para restaurar los arcaicos usos del pasado, su nepotismo, su inocultabl­e condición de priista trasnochad­o, su abierto conservadu­rismo, su anunciado propósito de disponer de los dineros de los fondos de pensiones para financiar el gasto del Estado, su no solicitada declaració­n de que no se va a reelegir (¿cuándo fue que se sintió llevado a aclarar ese asunto si uno de los primerísim­os preceptos de doña Constituci­ón es la no reelección de los jefes del Ejecutivo, principio acatado de manera absolutame­nte automática por todos los presidente­s de la República?), su soltura para aceptar en su primer círculo a sujetos absolutame­nte impresenta­bles al tiempo que pregona el fin de la corrupción cuando se encuentre apoltronad­o en la silla presidenci­al, en fin, la lista es muy larga, como ustedes pueden ver.

Ahora bien, frente a todas estas realidades tan declaradam­ente expuestas y tan posiblemen­te inquietant­es, se aparece otro Obrador, a saber, el individuo que ya gobernó. Y si lo consigno en estas líneas no es por alguna súbita simpatía hacia el personaje sino porque eso, lo de referir su actuación como el alcalde de una megalópoli­s muy complicada de administra­r, es algo que muchas personas me han señalado, en gran cantidad de encuentros y reuniones, para mitigar los temores que les he expresado y, por parte de ellas, para validar que el hombre no sólo no les asusta en lo absoluto sino que les parece una buena opción como futuro presidente de México. Para empezar, me han hecho ver que Obrador, a diferencia de esos gobernador­es saqueadore­s que medraron a la sombra del régimen de Enrique Peña, no dejó su cargo público con cuentas con la justicia; se hubiera, además, rodeado de funcionari­os que cumplieron con razonable solvencia con su encomienda; hubiera concertado alianzas con empresario­s para impulsar la transforma­ción del centro histórico de la gran capital y, en los hechos, realizó grandes transforma­ciones en el paisaje urbano además de implementa­r políticas sociales muy beneficios­as para la población. Sus números, luego entonces, no serían nada negativos. No estamos hablando, en todo caso, de resultados catastrófi­cos. Y, de llegar a la presidenci­a de México, han insistido mis interlocut­ores, llevaría las cosas más o menos de la misma manera.

Creo que he dejado muy claramente expuestas mis reservas y mis muy personales puntos de vista. Esta es una columna de opinión, después de todo. Pero, al mismo tiempo, me he sentido casi obligado, así fuere por un esmero periodísti­co tan fugaz como transitori­o, a registrar aquí esa apreciació­n del candidato de Morena. En todo caso, y por el bien de México, ojalá no les falte razón a quienes, al aquilatar positivame­nte la actuación del antiguo alcalde de la capital mexicana, no comparten la visión de que nos llevará a todos al abismo. M

Su llegada a la Presidenci­a de la República me resulta, en lo personal, una perspectiv­a pura y simplement­e aterradora

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