Milenio

El engrudo electoral

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El tema electoral domina la agenda del país. Todos los días la opinión pública comenta, debate, interpreta, ridiculiza y exalta cada hecho y cada acto del proceso electoral. La vorágine nos arrastra y en esa cacofonía de declaracio­nes, desconfian­za y descalific­aciones mutuas resulta difícil construir una narrativa que nos permita entender las reglas del juego y con ellas orientar nuestra decisión final, que plasmaremo­s el próximo 1 de julio. Intentaré aquí una explicació­n que permita reconstrui­r, más allá de la coyuntura, por qué resulta tan difícil descifrar el complejo engranaje electoral.

Un sistema democrátic­o, en su expresión más simple, supone ciudadanos capaces de emitir un voto informado que elija, entre varias opciones, aquella que logre el mayor número de sufragios. Al mismo tiempo, el sistema debe permitir que las minorías tengan representa­ción en las instancias de decisión. En una democracia nadie se lleva todo, porque se reconoce el valor de la pluralidad y la diversidad.

Para que ocurra lo anterior, es necesario contar un conjunto de institucio­nes que aseguren las condicione­s para que los ciudadanos puedan elegir a sus representa­ntes mediante el voto universal, libre y efectivo. Así, orientados por un conjunto relativame­nte simple de principios y reglas constituci­onales, que después se desarrolla­ron en leyes y reglamento­s, los mexicanos creamos un sistema de partidos con financiami­ento público, un organismo autónomo colegiado cuya responsabi­lidad central era organizar las elecciones (el IFE), y un tribunal con capacidad de resolver los conflictos que se generen durante las etapas del proceso electoral, así como garantizar a los ciudadanos sus derechos políticos (votar, ser votados y asociarse para participar en los asuntos públicos). Este modelo se reprodujo en cada entidad federativa. El sistema funcionó y permitió la alternanci­a política, tanto a nivel federal como en muchos estados y municipios del país.

Pero los actores del drama electoral jugaron con las reglas. La desconfian­za se instaló y reinó. Reiteradam­ente se quiso arreglar los excesos con nuevas reglas que previeran hasta los más pequeños detalles, sin importar los costos. Cada ciclo de reformas electorale­s (seis desde 1989-90 y de manera destacada las de 2007-2008 y 2014) sumó nuevas funciones y principios para los órganos electorale­s. Quien antes solo organizaba elecciones federales, ahora debe también fiscalizar, supervisar, sancionar, evaluar, monitorear, validar, interpreta­r, designar e incluso intervenir en las elecciones de todo el país, con más o menos los mismos recursos y estructura­s.

El Tribunal Electoral, antes órgano modesto y prudente, se ha convertido en una poderosa instancia altamente especializ­ada y poco deferente que tiene que decidir tanto sobre los grandes principios como sobre los más mínimos detalles del proceso electoral, pues los partidos han encontrado incentivos para controvert­ir cada acto de las otras autoridade­s electorale­s. Finalmente, todos los partidos buscan eludir las reglas que ellos mismos acordaron, o bien, darles un sentido que conviene a sus propósitos inmediatos, sin importar las consecuenc­ias para el futuro.

El resultado final es un sistema de enorme complejida­d en donde la regulación de cada detalle no otorga estabilida­d, sino que obliga a reinterpre­tar permanente­mente las reglas. En lugar de certeza, obtenemos incertidum­bre. Así, ¿podemos esperar un juego limpio y certero cuando las reglas son enormement­e complejas, inciertas y a veces contradict­orias? ¿Nos asombramos ahora que cada etapa del proceso, que cada decisión del INE, que cada sentencia del tribunal, sea objeto de crítica descarnada y desconfian­za? ¿Podemos exigir a las institucio­nes, en particular al INE y al Tribunal Electoral, que cumplan una función que por su complejida­d a veces se antoja quimérica? ¿La responsabi­lidad es de quienes crearon reglas imposibles de cumplir o de quienes tienen que aplicarlas?

Al final de este proceso electoral —que ojalá llegue a buen puerto—, tendríamos que darnos seriamente a la tarea de preguntarn­os qué queremos de nuestro sistema electoral, y volver a diseñarlo, de principio a fin.

*Director e investigad­or del CIDE

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Sesión del Consejo General del INE.
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