Milenio

Héroes. Accionar un cañón requiere malicia, animal de hierro que escupe muerte, ¿su antecesora? Una inofensiva vara de que los chinos usaban como cañón de mano, las municiones eran rocas

No creo en los bambú

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Ya no juego en los cañones del Metro Balderas, las decepcione­s nos obligan a crecer. El lugar seguro de mis batallas nocturnas, no es más que un recuerdo empañado por el peligro. La oscuridad espera una oportunida­d para deshacerse de tí. La Biblioteca México está a punto de cerrar, algunos estudiante­s con uniforme ríen en grupos que se dispersan entre los puestos de libros de la avenida. Ahora venden libros nuevos. Aquí encontré una primera edición de Fui soldado de levita, de esos de caballería, de Urquizo, me costó menos que un trago en El Negresco, un salón en el que bebía mi padre con el abuelo. Aquellos días, los libros de segunda mano no estaban sobrevalor­ados. Avenida Balderas ahora está partida en dos por el carril de un Metrobús, su belleza ya no existe. Un perro olisquea buscando agua, lo ignoramos porque nos duele o porque la indiferenc­ia ya alcanzó el sitio que se conmueve ante los detalles de una ciudad voraz, ¿qué importa un perro callejero buscando agua? Otros también caminan solitarios con desgastada­s mochilas que hacen el papel de caparazón. Me apresuro para alcanzar la reja abierta, entrar no es el problema, salir es una elección. Las personas que van a la guerra, mueren en nombre de banderas, disparan armas de fuego para matar al enemigo que solo es su espejo, su igual. Me gustaría subir al cañón, dispararle al enemigo más feroz: la realidad. A veces imagino que mi padre fue un coronel que murió en una de las batallas más salvajes y sangrienta­s de México: la batalla de Molino del Rey. En esa batalla los hombres fueron reclutados, la Historia dice que fueron voluntario­s. No sé si ese sea el destino de un hombre que solo desea volver a casa, a su tierra, para ver el rostro de sus hijos. Los hombres que mueren en la guerra no son héroes.

No creo en los héroes. Accionar un cañón requiere malicia, animal de hierro que escupe muerte, ¿su antecesora? Una inofensiva vara de bambú que los chinos usaban como cañón de mano, las municiones eran rocas. Ellos inventaron la pólvora, ¿quién inventó la guerra? Te he perdonado, mi silencio es una forma de perdonarte. Gasté mi tiempo buscando compañía. Gasté mi tiempo sufriendo por algo que no existe: la idea que eras en mi cabeza. Y nada de lo que hice antes fue suficiente para impedir la muerte de todas las personas que me amaron. Así es como las personas lo hacen, continúan adelante sin mayor problema que existir al día siguiente. Tras su muerte, encontré aquellos cuadernos de notas que escribía interminab­lemente, incluso los márgenes, atascados: el enemigo somos nosotros, a nadie le interesa destruirno­s, somos tan necios, el ejercicio de autodestru­cción, para salvarnos, nos obliga a creer que alguien está interesado en destruir la pequeña pieza de seguridad que habita nuestra cabeza. Seguridad. Insertada como una bala en un tejido blando. El muro invisible que nos impide caer al barranco no existe, es ilusión, necesitamo­s creer que es así, es la forma en la que permanecem­os en el mundo. Una bala expansiva en medio de una mañana gloriosa.

Una pareja discute en la oscuridad de la Ciudadela. Camino rápido entre murmullos que se pierden en el ruido imposible de la noche. La ciudad es una forma de equivocarn­os. El cañón está iluminado por una estela ámbar, de belleza innegable se alza encima de la plaza como un orgulloso guerrero que no conoce la derrota. Si mi padre hubiera muerto en aquella batalla, cerca de algún sitio del Bosque de Chapultepe­c; todos los viernes dejaría una ofrenda en el sitio en el que cayó abatido por múltiples heridas del combate cuerpo a cuerpo.

Las batallas de mi padre fueron otras, aún así, imagino que luchó contra la invasión estadunide­nse, mi padre pudo ser Lucas Balderas, tenían el mismo oficio. Mi padre era sastre, jamás nos permitió estar mal vestidos ni ante las peores adversidad­es. Lo recuerdo como un hombre cuidadoso, cortaba con esmero cada pantalón hasta que llegó la moda china para arruinar todo. El trabajo comenzó a escasear hasta dejarlo solo con un pequeño montón de telas baratas que ni siquiera quería cortar. El Negresco fue su batalla más larga, la perdió una tarde mientras bebía una piedra en la barra. Se le ocurrió que podría tirar una vez más los dados, falló. La suerte: ese pitbull desdentado con olor a derrota. Contesté el teléfono. —Ven de inmediato. —¿Qué pasó? —Tu padre no quiere pagar la cuenta, llamaré al gendarme.

Era un niño de diez años, acostumbra­do a ese tipo de llamadas, colgué, seguí tirado en la cama imaginando que mi padre era dueño de aquel local de telas y costura en la calle Isabel la Católica. Cada vez que paso por Casimires América, imagino que mi padre no tuvo suerte, sus batallas fueron otras. El teléfono sonó otra vez. —Tienes que venir. —¡Llame al gendarme, No tenemos para pagar. hágalo!

—No te tardes, lo llevarán preso, mató a un hombre.

Salí corriendo. Jamás fue tan larga la calle Artículo 123. No recuerdo mucho de ese trayecto, solo que las piernas apenas respondían. Cuando llegué vi el tumulto, logré entrar entre una turba llorosa, un mariachi estaba tocando, no puedo recordar la canción. He pasado años tratando de recordar aquella canción.

Estaba recargado en la barra, sentado en aquella periquera, con la cabeza hundida sobre aquella madera lustrosa, el vaso todavía contenía licor. Sus manos crispadas contrastab­an con la serenidad de aquel sueño apacible tras matar a alguien. El encargado estaba llorando.

—Lo siento, lo siento, le dije que no le serviría una más.

El hombre me extendió la franela con la que limpiaba la barra. La conservé. Me gusta nombrar los objetos, ahora esa tela lustra mis zapatos, la llamo Winfield Scott. Si conoces la historia de México, te vas a reír, de otra forma mi chiste te parecerá una frase estúpida. Todos desean volver a casa, lo noto en la forma en la que caminan apresurado­s, afortunado­s los que tienen un sitio adónde ir, desde hace mucho no tengo un sitio. No tengo dudas, sé que mi padre se llevó las manos al pecho, acariciand­o aquel saco que cortó con el último lote de telas de buena calidad que llegó a su negocio, lustroso el día de su muerte, por plancharlo infinitas veces, gastado por la decepción, “pobre hijo mío”, sus últimas palabras. Cuando quiero verlo, regreso a este lugar. Era un niño, subíamos al cañón cuando sus batallas eran otras. Ahora los cañones están resguardad­os por rejas. No me cansaré de repetirlo: mi padre ganó múltiples batallas, todas distintas, perdió la más tonta: la vida. Ya nadie juega en los cañones del Metro Balderas. Espero la madrugada para saltar las rejas, mi fantasma sube a la montura de hierro que alguna noche podría matarme, imagino que caigo, que muero desnucado entre curiosos corredores matutinos o niños que van a la escuela de la mano de su padre, uno de los guardias de la Biblioteca México dice: Es el hijo de Lucas Balderas, ha muerto junto al cañón que su padre disparó, lo enterrarem­os con todos los honores.

Mi mayor deseo es ir a la guerra, ningún rostro o familia me espera en casa; solo mi desgastada franela: Winfield Scott me extrañaría. ¿Cuáles serían las últimas palabras del general Lucas Balderas? Los historiado­res afirman que fueron: “pobre patria mía”, lo dudo. Es probable que pensara en el destino de su casaca a manos del enemigo, la confeccion­ó con paciencia. Nadie conoce su destino. Muertos tras la batalla, el enemigo podría usar nuestro uniforme de guerra y bailar sobre nuestro cuerpo. Ya nadie juega en los cañones, solo fantasmas. M

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