De retórica y sus consecuencias
Puestos a salvo y a buen recaudo el orgullo nacional y el debido respeto retórico que deben prevalecer en una relación bilateral amistosa entre dos países, amigos y socios, la andanada más verbal que efectiva de Donald Trump contra México y la respuesta del presidente Peña Nieto deberían quedar en su justa dimensión, que ni siquiera ameritaría llamarle incidente, sino casi simple anécdota.
Al margen de la majadería y la cortedad intelectual del presidente de Estados Unidos de América, no se puede ignorar que el presidente Trump puso en juego elementos y herramientas de negociación que en otras ocasiones y circunstancias le han dado resultado. A final de cuentas, no era su preocupación una minimarcha de indocumentados centroamericanos hacia Estados Unidos, sino las conversaciones actuales en curso que complican y endurecen las posturas recíprocas de ambas partes sin que impidan, en último término, llegar a un acuerdo en el tema que de fondo importa, que es el TLC. Tampoco se puede ignorar que la incontinencia discursiva de Trump y acciones simbólicas intranscendentes como movilizar a la Guardia Nacional tienen destinatarios internos en Estados Unidos. Ya estará en los electores y en los gobernadores fronterizos avalar esas posturas y decisiones. Para México no hay consecuencias. Es como el falso debate sobre si se debe construir el muro y si es un agravio al buen vecino.
El presidente Peña Nieto pudo haber ignorado el talante insolente del gobernante estadunidense en turno. Estados Unidos es más que eso y México también. Pero el suceso de los últimos días podría servir para que el gobierno mexicano, al margen de respuestas verbales tan necesarias como inofensivas, pusiera a revisión una política migratoria nacional que desde hace décadas es motivo de fricción constante entre ambos gobiernos.
La política migratoria de México, en particular con Centroamérica, se ha caracterizado en los últimos 40 años por ineficaz, corrupta y esquizofrénica. Ineficaz, porque no está en la legislación migratoria ni en la tradición poblacional de México, que el país sea un puente de paso, con las consecuencias colaterales que eso implica internamente cuando se dificulta el tránsito hacia Estados Unidos. Corrupta, porque desde principios de los años 90, cuando se creó el Instituto Nacional de Migración, no se puso orden ni transparencia en las peores y más corruptas prácticas de la hasta entonces Dirección General de Población y Servicios Migratorios de la Segob. Se elevó la corrupción de rango.
Esquizofrénica, porque en México hay queja constante sobre los efectos económicos y de seguridad que implica la migración por la Frontera Sur de los que, a su vez, en un segmento de la opinión pública nacional y en el discurso oficial de la política exterior se denomina hermanos centroamericanos, cuando la mejor forma de inducir un cambio en varios de esos Estados fallidos es endureciendo la política de migración hacia México y en la que esos Estados no cooperan sino más bien solapan e inducen. Sin ruido ni discursos, ya sería hora de tomar cartas en serio sobre la migración ilegal a México. M