Obispo ingenuo, Estado omiso y candidato ignorante
Cuántos candidatos serán asesinados?” Ese era el título de mi artículo del pasado 7 de febrero. Un par de meses después, la respuesta para el estado de Guerrero es de nueve, lo que revela con gran claridad lo molesto que le es la democracia al crimen organizado, sin importar si éste se dedica al narcotráfico, al secuestro y la extorsión o a la corrupción política. ¿Por qué matar candidatos? La respuesta es muy simple: porque no se desea que se hagan del poder municipal personas que no están dispuestas a defender los intereses de los criminales.
Lo que está en juego también es obvio y de la mayor relevancia: al decidir quién ejerce el poder en los municipios —un alcalde electo libremente por los ciudadanos o un títere del crimen organizado, tipo José Luis Abarca en Iguala— se opta por un orden de cosas regido por la Constitución y el resto de leyes e instituciones del Estado mexicano o por un orden de cosas regido por las normas y las AK 47 del crimen organizado, que incluyen el uso indiscriminado de la violencia para someter a quien discrepe, o, peor aún, a todos aquellos de quienes se sospeche que son enemigos. Las masacres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, de los 72 migrantes centroamericanos en San Fernando o de los 300 habitantes del poblado de Allende en Coahuila son expresiones del orden de cosas que han impuesto las organizaciones criminales en diferentes partes del territorio mexicano. Eso es un estado mafioso y significa el terror para los ciudadanos indefensos. No está de más señalar que la causa de un estado mafioso es la ausencia del Estado constitucional con sus dos caras: la del bienestar y la de la seguridad.
Cuando los criminales imponen su orden de cosas y sus leyes, la sociedad se sume en la descomposición y la desesperación. Pero la desesperación y la impotencia son malas consejeras. Y ellas le aconsejaron al obispo de Chilpancingo, Sergio Rangel, llegar a un acuerdo con los líderes de una organización criminal para impedir que continuara creciendo la lista de candidatos asesinados. La información dada por el obispo sobre el contenido del pacto es confusa e incompleta.
Es creíble que les haya solicitado que no continúen asesinando candidatos. Pero no está claro qué obtuvieron a cambio los criminales ni qué les prometió el prelado: ¿que los partidos se comporten democráticamente, según lo informó éste? No creo que los matones estén interesados en la limpieza electoral, además de que un obispo está muy lejos de poder garantizar ese tipo de cosas. No dudo de las mejores intenciones del obispo Rangel ni desconozco el abandono en que el Estado —léase gobierno federal y estatal— tiene a esa región del país ni del gravísimo problema que representa para el proceso electoral la vulnerabilidad de los candidatos. Pero pedirle a narcotraficantes y matones que por favor permitan que haya elecciones y respeten la vida de los candidatos es una pésima solución al problema.
Es evidente que cualquier intercambio que haya habido, solicitando un favor desde una posición de debilidad a este tipo de personas, es un mal negocio para el Estado y para la sociedad, porque significa aceptar que ellos mandan en esa región de Guerrero. Es un reconocimiento de facto al poder ilegítimo de las organizaciones criminales sustentado únicamente en el uso de la violencia, lo cual los fortalece. También significa mandar la señal a la sociedad de que es mejor someterse, obedecer y cuando las cosas se pongan más graves, suplicar clemencia.
Si la actuación del obispo revela una enorme ingenuidad, el respaldo que le dio López Obrador ratifica la ignorancia que tiene sobre la naturaleza y la dimensión del problema que representa para el país el crimen organizado. Pero más preocupante aún es que piense que ofreciendo una reconciliación, los criminales dejarán de serlo.
Para terminar, debe señalarse que detrás de la tragedia de Guerrero está la añeja omisión del gobierno estatal (¿dónde están las policías?) y la simulación del gobierno federal. Desde noviembre de 2014 se han instrumentado tres operativos del Ejército y la Policía Federal en esa entidad. ¿Si hubieran sido serios y eficaces estaría el obispo rogando clemencia a los criminales? M
Las masacres de los 43 de Ayotzinapa, de los 72 en San Fernando o de los 300 de Allende son expresiones del orden de cosas que han impuesto las organizaciones criminales