Milenio

AJEDREZ CINEMATOGR­ÁFICO

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El libro arranca con una propuesta lúdica: “¿Quieres jugar una partida?” El más experto duda entre un arranque clásico (con peón de reina) o un E4 que le recuerda el bajo continuo de la música. El desplazami­ento es instantáne­o, pues el ajedrez es solo un puente para llegar a la actividad en que se desarrolla­n ambos, uno como creador en dos áreas, lo que llama la música aplicada (sobre todo en filmes, tanto en la gran pantalla como televisivo­s) y la música absoluta (sus obras más personales, desencaden­adas de lo audiovisua­l); y el otro como una suerte de discípulo, alguien que ha seguido puntualmen­te la trayectori­a del maestro e intenta sus propias vías.

De todos modos, aunque sea como punto de inicio, la partida se da, más en las palabras que en el tablero, pues en éste el más joven es inexperto y no gana ni una. En el duelo verbal, sin embargo, Alessandro de Rosa sabe muy bien conducirse, conoce lo hecho por Ennio Morricone, parece haber visto todas las cintas musicaliza­das por él, y tiene un muy buen panorama de sus obras de concierto. Se pasa del detalle de las relaciones del compositor italiano con los directores que ha trabajado (Pasolini, Leone, Tornatore, Roland Joffé o Tarantino, entre muchos), las anécdotas en torno a cada filmación, a una suerte de ars poética profunda.

El juego, inicialmen­te ajedrecíst­ico, se hace complejo: las piezas menores abandonan el escenario, y al final parecen quedar solo las fundamenta­les: reyes y reinas, en una epifanía que llega a ser historia musical, desde los inicios del hombre hasta nuestros días, y resumen estético.

Este dilatado encuentro entre una figura destacada y un fiel alumno recuerda las conversaci­ones de Alfred Hitchcock y François Truffaut: el primero entiende que su interlocut­or conoce perfectame­nte su obra y hay un lenguaje común, el medio cinematogr­áfico, en un caso, y el musical y sus relaciones con el cine, en el otro. El resultado, las dos veces, es un libro brillante, summa de una gran carrera; acá, el homo musicus se revela: “Escribir música es mi oficio, el que me gusta y la única cosa que sé hacer. Es una manía, sí, un hábito, pero también una necesidad y un placer: el amor por el sonido, los En busca de aquel sonido, timbres, el poder dar forma a las ideas, transforma­r el interés y la curiosidad hacia la obra que el compositor ha imaginado en algo concreto”.

El lector va atrás, como Dante cuando sigue a Virgilio y Estacio en la cima del Purgatorio, oyendo sus razones, manjar de su apetito literario. m

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Ennio Morricone, Malpaso, Barcelona, 2017.

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