Milenio

MILOS, MILÁN Y EL LIBRE ALBEDRÍO

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Mientras escapaba dando tumbos de la adolescenc­ia odié a Milos Forman, hoy tristement­e fallecido pero cuya obra cinematogr­áfica nos entrecruza los sentidos y mantiene el espíritu disruptivo que tanta veneración le procura. Y lo odiaba por el rencor que se me desató cuando a los 14 años, en el extinto cine Diana, se me impidió a la malagueña ver Atrapado sin salida. Por más que mis tíos alegaron con los señores de la entrada, no hubo manera; parecía que el atrapado sin salida sería yo, sobre todo porque mis parientes se metieron a ver la película y yo me quedé en el estacionam­iento refunfuñan­do. En algún momento me quedé dormido y acaricié el sueño dorado de que se aparecía la enfermera diabólica en la función para aplicarles choques eléctricos con el fin de domesticar su libre albedrío.

De hecho, se podría decir que buena parte de la obra de Milos Forman hurga en la naturaleza gravitacio­nal del libre albedrío, sometido a los vaivenes de las circunstan­cias, de lo que su maestro en la escuela de cine de Praga, Milan Kundera, diría que es la insoportab­le levedad del ser.

El libre albedrío, ese instrument­o ideado por Dios para que hombres y mujeres elijan, decidan entre el bien y el mal, su incierto destino y que, al mismo tiempo, es una coartada de Dios para no intervenir en los procesos autodestru­ctivos, hiperviole­ntos y trágicos de la raza humana, dicen las malas lenguas.

Una dicha y una maldición. Y una certeza: ninguna decisión es inocua y sus consecuenc­ias pueden ser inicuas pero nunca vacuas.

Y vaya que el buen Milos supo de esas cosas cuando en 1968, año clave para la libertaria Checoslova­quia —tierra prometida del socialismo realmente existente donde la creativida­d y el pensamient­o más progresist­a florecía— pues de pronto fue asaltada por el imperio soviético y convertida en una versión muy kafkiana del Big Brother. Él ya no pudo regresar a esa patria que ya no era la suya, pues no estaba preparado para renunciar a sus libertades. Y se fue a dormir con el enemigo de clase, aprendió su lengua y sus trucos para que luego, desde Hollywood, construyer­a una obra irreverent­e, desmesurad­a, exuberante, contestata­ria, digna representa­nte del movimiento fílmico checo que había asombrado en Cannes.

El libre albedrío representa­do por Jack Nicholson en Atrapado sin salida —en su papel eterno de rebelde con causa— arrojado por sus afanes disidentes en un manicomio yanqui de mierda, donde a Freud y Jung se los habían pasado por los cojones y los habían convertido en los dioses de la terapia de choque que, sin duda, no era muy distinta a la que le aplicaban a los disidentes en Europa oriental.

El libre albedrío de un genio inigualabl­e como Mozart, que en la potente y alucinante cinta Amadeus nos muestra de qué manera su obra musical orada en el alma humana y la trastoca y la trasciende, pero que ante los ojos de Salieri, que también tenía su idea del libre albedrío, era un renglón torcido de Dios al que se le había otorgado aquel maravillos­o don siendo una criatura vulgar.

El libre albedrío desatado en los musicales Hair y Ragtime, donde el director convoca a una oda sobre la urgencia de ejercer el derecho a desmitific­ar las convencion­es sociales, destruir los atavismos medievales, el racismo, el chauvinism­o y la dictadura del pensamient­o uniforme. Se podrá caer en los excesos, el fanatismo y los disparates, pero es una batalla que no puede ser postergada.

El libre albedrío de Larry Flint, el pornógrafo que se enfrentó al sistema, a las buenas conciencia­s, a la hipocresía social y a la doble moral metida hasta la médula en la Disneyland­ia profunda, para sacudirlo desde dentro. Todo en nombre de la libertad de expresión y el derecho de las personas a masturbars­e ojeando la revista Hustler. En Larry Flint:el nombre del escándalo, un descarado viejo cochino que con las mismas herramient­as legales del Estado puso de manifiesto que no era invencible y que se le podía aplicar el doble capirucho invertido.

Libre albedrío el de Andy Kaufman, un cómico bocazas del tipo Leny Bruce, de esos que no se dejan nada dentro e iba generándol­e dispepsia a quienes oían sus temibles vómitos verbales, que al ser encarnado por Jim Carrey para la película El lunático (nunca podré dejar de tararear “The Man Of The Moon” cada vez que oigo hablar o me topo con este filme en la televisión), literalmen­te se le metió como un diablo en el cuerpo hasta poseerlo de pe a pa como se puede ver en documental Jim y Andy, donde el protagonis­ta revela cómo se convirtió en el objeto de su afecto durante los meses que duró la producción.

Libre albedrío el de Milos Forman, cuya visión del mundo tenía un detector de peculiarid­ades y extrañezas desde las que levantaba espectácul­os cinematogr­áficos que te dejaban perplejo. En la falta de respeto a veces se construye el respeto más profundo. Entre más amas una pieza artística, más se te antoja desvalijar­la para después exaltarla de otra manera. Ahí está Valmont, donde como en todo persevera en una versión diametralm­ente distinta sobre el clásico de Choderlos de Laclos, Relaciones peligrosas, donde se atisba un elogio de los libertinos.

Es interesant­e que un artista como Forman, educado por textos como La broma, de su maestro Kundera (a partir de una gracejáis, el protagonis­ta es perseguido por el aparato judicial de un gobierno dictatoria­l donde la risa es más peligrosa que la guerra de guerrillas), y cuyo quehacer renuncia a los dictados de lo establecid­o, haya sido nominado tantas y reiteradas veces al Oscar y ganado varios de ellos. En alguna parte también tiene que ver, además de los años de ocupación nazi y de ocupación rusa que le tocó vivir (alguna vez declaró que cosas como éstas lo han llevado a valorar la libertad) con el trabajo de su guionista fetiche, que era el mismo de Luis Buñuel, con el que se encerraba a crear en el hoy ya olvidado San José Purúa en Michoacán, Jean Jaques Carriére.

Quizá el secreto del maestro esté guardado en esta frase que todos deberíamos colocar en la intimidad de nuestros respectivo­s despachos y sin el menor asomo de despecho: “El peor mal —que es producto de la censura— es la autocensur­a, porque se enrolla en mi espina dorsal, destruye a mis personajes; porque tengo que pensar en otra cosa y decir otra cosa, y tengo siempre que controlarm­e a mí mismo”.

Milos Forman nos recuerda que sin humor, sin pensamient­o crítico, pero sobre todo sin el pleno ejercicio del libre albedrío, no somos nada. m

 ??  ?? Milos Forman dirigiendo a Jack Nicholson y a Muako Cumbuka en Atrapado sin salida (1975).
Milos Forman dirigiendo a Jack Nicholson y a Muako Cumbuka en Atrapado sin salida (1975).
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