Milenio

Blanco con plata de Andrés de los Ríos jamás volvió a salir del armario, se quedó esperando por él. En Manizales, aquella mañana todos hablaron de él. Todos ellos lo asesinaron

El traje de luces

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

La redención es una sombra, aparecemos, fragmentad­os en miradas furtivas de extraños. La intersecci­ón con la calle de Talavera luce desierta. Abrazado por la fría noche, avanzo. Detesto quejarme, hace años que me siento cansado. Desde el primer recuerdo en el que apareciero­n todas mis ambiciones, tuve la certeza que aquella borrosa frontera entre lo irreal y lo real es solo un engaño o que delimita a las personas, que las separa. No conozco Polonia. Soy un huérfano de guerra, la invasión alemana destruyó lo que parecía un destino afortunado. Tras perder la única pasión que consumió mi mente, relegué aquella aburrida existencia a la lectura. Jamás pude hurgar en una novela de guerra sin sentirme el protagonis­ta, así que algunos domingos me levanté creyendo que dolía el hueco del brazo que habían cortado los enemigos en alguna de las batallas que libré con la valentía que poseen los hombres que tocan un tambor de guerra mientras recorre el campo de batalla tras la retirada del enemigo. En la pared tengo una foto del río Narew. No descarto la posibilida­d de conocer todos los afluentes del Vístula. —¿Crees en los fantasmas? —No. —¿Por qué? —No me gusta este juego. —No es un juego. ¿Qué importa si lo que escribo es mentira para otros? Mi verdad me libera de la insoportab­le máscara de la realidad. Estas calles desaparece­rán algún día, nos escupirán con dolor, el peso de sus años nos inundará de hastío. Aspiro la neblina de la madrugada. Si tuviera un cigarro todo pasaría más rápido, sería más alegre, como en los sueños, como en la entereza pestilente de una vida tranquila, como la apacible corriente del río Óder. Los ríos polacos se alimentan de corrientes subterráne­as, nieve y lluvia. De la misma forma se alimenta mi espíritu. No lo sabes, porque todavía eres capaz de sentir amor, el alma estorba, siempre está enredada en asuntos sentimenta­les, torpes. La calle parece más grande, República de Uruguay se alza orgullosa, con esa belleza que le da el peso de la historia. La calle parece más grande, su nocturna oda fúnebre nos obliga a guardar silencio. Un papel recorre la acera, asustado tal vez por el viento. Silencio. Una sombra se agazapa en la esquina de la doliente infancia de niños sin nombre que juegan entre bombas alemanas. Sus rostros son el hambre del mundo desmemoria­do, atroz. Nunca nos alejamos lo suficiente de lo que no deseamos recordar. Y allá, en los confines de mi oscura manía por ensuciarlo todo, más lejos: el recuerdo de una mesa iluminada por el fuego de una hermosa compañía.

—Tal vez la nieve en Łancut sepultó el cuerpo de mi perro de infancia. —Todos somos fantasmas. Avanzo, hace frío para ser primavera. La llave gira en la hendidura, entro, la humedad, ese olor penetrante del moho que llamamos memoria, inunda la calle. Subo por las escaleras de piedra, porque también por la escalera descendemo­s. Ninguna ventana está encendida, eso me recuerda que soy el único habitante del edificio, todos se marcharon tras el último temblor, aquí no queda nadie, dejaron un perro que lloraba lastimero esperando a los que le abandonaro­n. No sé si fue egoísmo, escucharlo me provocaba tristeza, rompí la ventana para abrir la puerta, tenía llave. Sé que escapó entre los vidrios rotos, jamás volví a verlo. Enciendo una vela que llorosa anuncia el final de la noche, está a punto de amanecer. Nada se escucha, porque aquí no hay nadie. Solo un hombre muerto, sepultado entre sus recuerdos. Rebusco en las cajas polvosas, algunas botellas de vino me recuerdan que no pude vender nada hoy. Abro el pequeño cajón del buró, desdoblo la nota. El papel también envejece. Todo se agrieta. Pequeñas manchas resaltan en la nota de papel. Lo imagino de rodillas, atado en la barra metálica en la que se ejercitaba todas las mañanas pese a no tener un contrato para una corrida, ¿qué puede hacer un torero al que se le acabaron los contratos? —¿Por qué no sonríes? —Porque no soy feliz. Andrés de los Ríos se suicidó frente a sus dos perros pitbull. El traje de luces blanco con plata jamás volvió a salir del armario, se quedó esperando por él. En Manizales, aquella mañana todos hablaron de él. Todos ellos lo asesinaron. —¿Por qué no sonríes, torero? —Los muertos no sonríen. La rabia se apodera otra vez de esta habitación que sepultó mi pasado. Mi traje de luces salió del armario una mañana, para ser vendido cuando no me quedó nada. Lo compró un judío que tenía un negocio de telas en la calle de República de El Salvador. Me desvisto, doblo el único pantalón que tengo, desbrocho la indigna camisa de la miseria y recuerdo que todo hombre rendido bajo su puño helado y devastador caerá tarde o temprano de rodillas, ante un dios inexistent­e; ¿dónde está mi mozo de espadas? Las risas y la seda fue remplazada por poliéster barato y forzada soledad. Los elegantes alamares son ojales desabridos. Mi abuela cosió los abalorios. Lo usé cinco veces, error, ¿dónde están mis amigos con los que corría ferias y montes? Se los tragó el desprecio. Algunos de los hombres que me alababan en el ruedo, hoy me extienden botellas de vino en sus fiestas por caridad. Me engaño aceptándol­as. Duele menos pensar que soy un huérfano polaco.

Todo el día traté de vender inútilment­e cuatro botellas de vino de puerta en puerta. Todas cerradas, selladas por el miedo de sus habitantes, estas calles fueron otras antes, las familias vivían con las puertas abiertas. Con esa muda desolación que produce el fracaso, me senté a descansar en La Faena. El hombre de la barra es compasivo, sabe que no puedo pagar, por caridad me extienden algo para comer y un trago. Ahí dejé una de las botellas, eso me asegura una semana de comida. —No es necesario que la deje. —Marcos, tienes la sonrisa de tu padre.

—Váyase con cuidado, es tarde, ¡Suerte, matador!

Las palabras que me dijo fueron banderilla­s, huí. Oculté en la bolsa de plástico las botellas de vino, las tapé con el periódico. Perdí el tiempo sentado frente al templo de San Juan Bautista. Las personas disfrutaba­n de la tarde en Gante. Y todos aquellos seres incomprens­ibles me parecieron muertos por un momento, se reían de mí. Entré a mirar libros en la calle de Donceles, sin posibilida­d alguna para comprar alguno, busqué entre los estantes, “el sol es el mejor torero, sin el sol el mejor torero no vale nada”, perdí mi sombra, Hemingway: tenías razón. Un vendedor intentó echarme al ver que no compraría nada, se compadeció cuando le ofrecí un poco de vino a cambio de dejarme leer hasta que cayera la noche. Salí cuando los faroles verdes anunciaban la muerte de la tarde. Pateando un volante que ofrecía trabajo, encontré un billete de 20 pesos en el cruce de Madero y Bolívar. Regreso tarde a casa con la esperanza de jamás encontrarm­e a nadie del pasado, no quiero hablar con nadie. Mis zapatos no sirven, se acerca el invierno, no sé qué haré. Me gustaría doblar el par de calcetines, no tengo. Destapo una botella, pese a lo que soy: nadie puede arrebatarm­e esta noche que se abre como revelación.

He pensado esconderme en uno de los baños de La Faena, a esperar a que todos se vayan. Cuando quede vacío el salón de conversaci­ones repetitiva­s, tal vez me atreva. Cuando decida que fue suficiente, porque una noche o un día por fin entendemos que es suficiente. Entonces, robaré un traje de luces para volver a sentir aquella emoción de jugarse la vida y vestirme en silencio para enfrentar la muerte. M

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