Milenio

Los antimonume­ntos

- Héctor Zamarrón hector.zamarron@milenio.com @hzamarron

Una ciudad es mucho más que calles y edificios, es sobre todo sus habitantes, sus luchas y memorias expresadas en formas simbólicas, como los monumentos del Paseo de la Reforma, y ahora, sus “antimonume­ntos”.

Los “antimonume­ntos” son producto de manifestac­iones dolorosas, traumática­s, cuyos protagonis­tas buscan comunicar su dolor e indignació­n.

En Ciudad de México hay tres relativos al asesinato de los normalista­s de Ayotzinapa, los niños quemados en la guardería ABC y los mineros de Pasta de Conchos.

El 26 de abril de 2015 se colocó una escultura de tres metros de altura, en acero, pintada de rojo, con el signo de + y el número 43 en Reforma y Bucareli. En junio de 2017 se instaló uno más, frente al IMSS de Reforma, con un número 49 y las letras ABC en rosa, azul y verde.

El último en surgir, el 19 de enero pasado, fue un enorme 65 y un signo de más de color rojo frente a la Bolsa de Valores, en la acera norte del Paseo, por los mineros abandonado­s en la mina de Grupo México.

Son recordator­ios vivientes que ninguna autoridad se atreve a retirar. Hay un respeto tácito a esas manifestac­iones y a la advertenci­a de los grupos que los han instalado de reponerlos en el momento mismo en que intenten quitarlos.

Además, con qué argumento podría retirarlos un gobierno que usa letras similares para promover la marca CdMx o una delegación que presume sus iniciales en todas partes.

En Guadalajar­a debiera surgir un antimonume­nto en la glorieta de los Niños Héroes, rebautizad­a como de los desapareci­dos por las protestas y la indignació­n que causó la muerte de los tres estudiante­s de cine.

Seguro familiares y amigos no tardarán en instalar un recordator­io monumental con la consigna que sacude a México: “#NoSonTresS­omosTodxs”, en memoria de Marco, Daniel y Salomón.

Son recordator­ios amargos de que en México los jóvenes mueren en fosas, a balazos o disueltos en ácido, tiempos líquidos donde el asombro y el espanto no tienen límites.

Cuando me tocó la transmisió­n de la noticia dije que uno se queda mudo, estupefact­o ante la dimensión de estas tragedias, pero el azoro es momentáneo, la indignació­n, en cambio, es mayor y no cesa.

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