Milenio

Se detiene a leer un mensaje cuando escucha golpes sobre el cristal: “Bájate, cabrón, y hazte para atrás”

-

Ese día, sábado 21 del mes que agoniza, había visitado a sus padres, en la delegación Iztapalapa, y de regreso a casa enfiló hacia el sur, pero una llamada telefónica lo obligó a girar el volante y estacionar­se sobre la calle Doctor Vértiz y Eje 5, colonia Narvarte; una operación que resultaría adversa, pues a partir de las 19:15 horas pasaría a formar parte de las estadístic­as en la capital del país, donde el mayor delito es el robo de auto con violencia.

Fue invadido por el pánico y apenas logró contenerse. Es probable que el manejo de las circunstan­cias —no obstante el riesgo que enfrentaba y un incesante chorro de sangre que le cubría parte del rostro— lo salvará de consecuenc­ias fatales. Pensó en su familia mientras miraba el cañón de una pistola, muy cerca de su cara, empuñada por un joven de fiero talante quien momentos antes le había ordenado:

—¡Bájate, cabrón, bájate y pásate para atrás! Sintió pavor. —Llévate el coche... —¡Pásate para atrás, pendejo! La angustia disminuirí­a con el paso de las horas, pero los recuerdos persistirí­an, y todavía se pregunta, reflexivo, qué hubiese sucedido de no haber dominado sus miedos y encauzar la adrenalina, después de aquel instante en que no pensó más que en responder el mensaje enviado por un compañero de trabajo, para luego escuchar esa voz que salía de sopetón y le ordenaba abrir la portezuela de su auto compacto de dos puertas. Y aún se reprocha: —Cosa que jamás volveré a hacer. —¿Nunca? —Nunca. Se refiere, por supuesto, a que nunca jamás se detendrá a contestar un mensaje, como lo hizo aquel día. —¿No crees que te venían siguiendo? La pregunta lo hace reflexiona­r. Y es que venía de una de las delegacion­es con los índices delictivos más altos de la ciudad, Iztapalapa, de acuerdo con estadístic­as oficiales, además de transitar por una zona que conduce a una franja donde es común vender partes de autos robados: la colonia Buenos Aires.

Por eso fue que uno de los patrullero­s insistía en escoltarlo hasta su casa, después de comentarle la posibilida­d de que lo seguían.

—¡Bájate, cabrón, bájate y hazte para atrás!

Observa la pistola muy cerca del rostro, empuñada por un individuo joven, de gorra, tez morena, chimuelo y bigotito, y siente pánico; abre la puerta y en ese momento ve a otro delincuent­e ocupar el asiento del copiloto. —¡El celular y la cartera! —escucha. Pero solo le da el celular. —¡Bájate y pásate para atrás! Obedece y deja el auto. Siente más terror. —¡Pásate para atrás, pendejo; pásate para atrás, hijo de la chingada!

Intenta ladear el asiento, pero no puede, no quiere; y en eso está cuando recibe un golpe con la cacha en la frente, del lado izquierdo, y le empieza a brotar un chisguete de sangre, mismo que le mancha el lente; enseguida le escurre hacia la boca y se le hacen grumos.

En algún momento, entre los gritos, escucha un chasquido metálico, como si se hubiese encasquill­ado o amartillad­o el arma. Siente más terror. —Sin broncas, llévate el coche —le dice. El de la pistola le da otro golpe, del mismo lado pero más arriba —después sentiría el dolor— y empieza a caminar hacia atrás, despacio, sin que el delincuent­e deje de apuntarle, y entonces escucha otro alarido.

—¡Trépate, güey, ya vámonos! —apura el copiloto a su cómplice. —¡Ya está, vámonos! Y otra vez la amenaza. —¡No se te ocurra hacer una chingadera, pendejo! —advierte el de la pistola, sin dejar de apuntarle.

Él se va hacia atrás, despacio, sin dar la espalda, pero observa con desesperac­ión que el carro no se mueve y que, estando a la altura de la llanta trasera, el copiloto abre la puerta, y entonces piensa que van por él, pero no: es para que suba un tercer cómplice. Queman llantas. La víctima observa cómo se alejan y mira hacia todos lados, empapado en sangre, y corre hacia la esquina, en busca de ayuda, o de un papel para limpiarse la sangre, pero en ese primer intento le niegan atención.

Llegó a la esquina y se aproximó a un establecim­iento para mujeres, de las llamadas “estéticas”, pero cerraron la puerta desde adentro cuando lo vieron. —¡Retírate, retírate! —exigieron. Cruzó la avenida Eugenia, empapado el rostro de sangre, y entró a un pequeño comercio, “un súper”, y solicitó: —Ayúdenme para detener la sangre. Alguien le facilitó un trozo de papel de baño y él se lo puso en la cabeza para limpiar la sangre y despejar la visión; luego escuchó una voz que le sugería algo que nunca se le habría ocurrido: —Toque el botón de pánico. —¿Dónde está? —En la esquina.

Fue directo y lo oprimió. Escuchó la voz de una mujer que preguntó sobre la emergencia. Respondió que lo habían asaltado y que le robaron el auto. Le pidieron las caracterís­ticas y proporcion­ó los pormenores.

—No se preocupe, en un momento llega la ayuda.

Entre el shock escuchó la posibilida­d de localizar el auto, refiriéndo­se a las 15 mil 300 cámaras que hay en diferentes partes de la ciudad.

En eso estaba cuando llegaron cuatro patrullas. Arribaron a los pocos minutos de que él oprimiera el botón, uno de los 10 mil 74 botones de auxilio, también llamados “de pánico”, que hay en la ciudad.

Lo interrogar­on y detalló los hechos. Los patrullero­s intercambi­aron informació­n por radio. Él pensó en hablar por teléfono, pero los únicos números que se sabía de memoria eran el de su casa y del trabajo; al primero, sin embargo, no pensaba comunicars­e por el momento, para no alarmar a la familia. El problema es que no tenía su celular.

En eso estaba cuando pasaron cuatro muchachos, quienes le preguntaro­n sobre el problema; les dio pormenores y de pasada pidió prestado un teléfono, cosa que uno de ellos hizo con amabilidad.

Llegaron los paramédico­s y le hicieron una revisión; comentaron que no era necesario suturarlo. “No hay gravedad”.

Eran casi las ocho de la noche. Empezaba a pardear el día y estaba a punto de llover. Fue invitado por los policías a que los acompañara a la agencia del Ministerio Público, cerca de Plaza Delta, donde hizo su declaració­n y narró los hechos. De ahí logró comunicars­e a su casa.

Ya habían activado los arcos de seguridad que detectan carros robados, además de las cámaras y patrullas que rastreaban en calles de las colonias Buenos Aires, Obrera y Doctores, en especial la primera. Eran las 23:00 horas. —Ya lo localizamo­s —escuchó. —¿Las placas? —le preguntaro­n. —Sí, sí es —dijo, mientras le mostraban una foto.

Los delincuent­es dejaron el auto sobre la avenida Río Churubusco. Horas más tarde sabría lo que habían robado: un abrigo, un par de zapatos tenis, discos y un muñeco de Star Wars que ese día le había regalado un amigo. Han pasado los días. —¿Qué sentiste cuando te dijeron que te hicieras para atrás?

—Lo primero que pensé cuando me dijo “pásate para atrás” es: “Yo no me voy a pasar para atrás”. O sea, prefiero quedarme aquí, tirado, a no aparecer nunca, ¿no?, imagínate la angustia de mis padres. M

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico