LA CONSPIRACIÓN DESNUDA
Hace poco, durante una conversación el escritor Francisco Haghenbeck dijo algo que me pareció sumamente agudo: que necesitamos de las múltiples teorías de la conspiración para aferrarnos a la idea de que las cosas no son lo que parecen, pues en el fondo es precisamente esa idea la que nos resulta difícil de digerir. Paradójicamente, la noción de que existen fuerzas oscuras que verdaderamente rigen nuestro destino tendría un efecto tranquilizador, y nos permitiría lidiar de mejor manera con una realidad que en momentos históricos como el actual luce adversa por doquier.
En su ensayo “conspiración vs. Conspiración en la historia americana”, Morris Berman argumenta algo muy similar, apoyándose en algún momento en las ideas de C. Wright Mills: que las élites en el poder sí “conspiran” de alguna manera, pero no a la usanza de la fantasía de los hombres que deciden el futuro de la sociedad en un cuarto oscuro, sino que ocurre mientras acuden a las mismas escuelas, vacacionan en los mismos cruceros, juegan golf en los mismos clubes exclusivos. Bajo esta óptica, la conspiración consiste más en la propagación de ciertos valores compartidos, en la socialización limitada a gente del mismo círculo y, principalmente, en la creencia de que la sociedad ha de estructurarse a partir de un sistema de normas específico, que a menudo se presenta como inevitable, en el que, por supuesto, la gente que decide cuál ha de ser es también la que más se beneficia de que las cosas sean de cierta forma.
Por eso quizá el mayor triunfo del actual sistema sociopolítico —la democracia de libre mercado con las menores regulaciones posibles— haya sido propagar de manera ubicua ideas como que toda intervención gubernamental es nociva, que los impuestos son un robo a la riqueza del individuo emprendedor, y que la competencia y el egoísmo son los motores que sacarán a una sociedad del subdesarrollo, por nombrar solo unas cuantas. A través de la repetición incesante de estos dogmas en la academia, en los medios de comunicación masivos y por parte de la clase política educada precisamente para repetir e implementar dichos dogmas, la narrativa del neoliberalismo consiguió presentarse casi como una fe revelada (“el fin de la historia”), y no como el sustento ideológico de un sistema sociopolítico específico, que beneficia a determinados sectores de la sociedad, y que incluso cuando produce crecimiento económico, está demostrado estadísticamente que se concentra en un porcentaje minúsculo de la población, el ya famoso 1 por ciento. Es decir, la desigualdad, la pobreza, la justicia clasista y racista son consecuencias directas de los postulados de la doctrina, y no anomalías que el propio sistema habrá de corregir, ni mucho menos consecuencia de decisiones secretas tomadas por individuos perversos, pues si bien éstos definitivamente abundan entre la actual clase política, no hace falta imaginar gran cosa de lo que ocurre tras bambalinas, pues con solo escuchar hablar a quienes defienden la necesidad de que nuestras sociedades continúen transitando por la misma ruta de los últimos 30 o 40 años, basta para comprender por qué el simple acto de leer el periódico se ha convertido en un paseo cotidiano por el museo del horror. m